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viernes, 4 de marzo de 2022

Tratar la muerte solo desde la perspectiva médica puede ser un fracaso

Gustavo Tolchinsky
Cui prodest



Desde la irrupción de la COVID-19, y en especial durante la primera ola (marzo-abril de 2020), la sociedad y los profesionales de los centros de salud y residenciales hemos tenido que enfrentarnos a la muerte de pacientes en condiciones inimaginables hasta ahora. La soledad y las medidas de protección y aislamiento que han puesto en evidencia el vacío del significado y del acto de morir cuando, de todos los elementos que requiere, tan solo queda la atención sanitaria. Todo esto ocurrió en soledad, salvo el acompañamiento que los profesionales de la salud pudieron brindar para evitar que muchas personas muriesen en la más estricta soledad, a menudo acompañadas solo por los profesionales que las atendían o, con suerte, por algún familiar. 

Es pertinente poner el foco en ejemplos como los vividos durante la pandemia, que nos enseñan el valor que aporta y las trabas que supone la atención sanitaria en torno a la muerte y que, con la lupa que ha supuesto la pandemia, quizá se han visto magnificadas pero que ahí siguen y, si no lo remediamos, ahí seguirán.

El acto de morir, en sentido biológico, podría decirse que consiste en un mero instante irreversible como punto final debido a la pérdida del equilibrio de la homeostasis que supone la vida. Pero biográficamente la muerte es uno de los capítulos importantes de la vida de alguien y que además es compartido por los demás, por su entorno, por sus seres queridos, por la sociedad que lo rodea.

En la práctica médica acostumbramos a manejar situaciones cercanas a la muerte de forma cotidiana. De hecho, atender situaciones de final de vida es muy habitual. La mortalidad en una planta de medicina interna puede alcanzar entre el 4 y el 8% de los pacientes, con algunas fluctuaciones. Ello supone que, en una unidad de 50 camas, podemos asistir a unas 120 a 160 personas al final de su vida durante un año. La mayor parte de esa mortalidad, dejando a parte la del COVID-19, es relativamente esperable, o sea, pacientes que en el momento de su ingreso sabemos que sufren una enfermedad avanzada, que ingresan por una descompensación y en los que la muerte puede formar parte del proceso a tratar. 

El informe de la Comisión sobre el Valor de la Muerte publicado en The Lancet analiza los múltiples factores que envuelven la muerte más allá de los aspectos médicos. Se trata,  sin duda, de una lectura recomendable para los profesionales sanitarios, más por su análisis taxonómico que por ser un relato sobre cómo ayudar a morir. El texto señala todas las dimensiones, social, económica, legal, filosófica o cultural por mencionar algunas de las que envuelven a la muerte.

Mi visión desde un servicio de medicina interna me lleva a centrarme en aquello que vemos más frecuentemente, en los pacientes crónicos, que suponen un perfil de paciente cada vez más prevalente. Pero la reflexión sería igual de válida, creo, para otros ámbitos asistenciales.

La tendencia a la cronificación de las enfermedades que seguimos de manera longitudinal, junto con la progresiva y muy probablemente excesiva tecnologización y gasto fútil en los momentos finales de la vida, ha hecho que el proceso de muerte sea frecuente en nuestros pacientes. A pesar de que la muerte puede ser percibida biológicamente como un hecho que se aproxima o que es inminente, desde nuestra parcela no siempre hemos sabido cómo acompañar a los pacientes a afrontar la etapa final de la vida. De hecho, nuestra capacidad para describir el proceso de muerte que acontece ante nosotros lentamente nos lleva a fragmentarlo y descomponerlo en una serie de problemas clínicos a resolver y no como un hecho que debemos encarar con algunas herramientas complementarias a las del sistema sanitario. Esto sucede por diversos factores:

  • Porque nuestra formación adolece de un déficit curricular en los aspectos más sociales, culturales y de necesidades espirituales y, en cambio, nos empuja a responder con un análisis que fragmenta. 
  • Las guías clínicas de las patologías que atendemos van orientadas a los tratamientos activos y en ellas no figura la reflexión acerca del paciente en el final de su vida. 
  • Nuestra ansiedad ante el proceso de muerte y todas las reacciones del paciente y su entorno provoca que respondamos solicitando pruebas, reinterpretando diagnósticos y cambiando tratamientos. 

Interponer solamente más medicina entre el paciente y su muerte no está resultando bueno para nadie, por el contrario, es hora de reflexionar como, a pesar de la pandemia, evitamos que todo aquello que dificulta una buena muerte pueda formar parte de este proceso final. Como cita el informe, y en palabras de Athul Gawande en su libro Being Mortal, “El experimento de hacer de la mortalidad una experiencia médica apenas tiene un par de décadas, es joven y es evidente que está fracasando”. 

Gráfica. Incremento de actividad hospitalaria en el último año de vida (A); actividad de consulta externa y AP (B); costes por ámbito asistencial (C). Figura extraída del documento Report of the Lancet Commission on the Value of Death: bringing death back into life.

Es importante poder disponer de equipos especializados en atender casos complejos de final de vida, ya sea por lo que respecta a sufrimiento físico o emocional. Esto sin olvidar que, si pretendemos hacernos imprescindibles, fracasaremos; si sustituimos todos los aspectos no médicos relativos al final de vida por más intervención sanitaria, no dejaremos espacio para que lo ocupen todas esas otras dimensiones que hacen que la muerte sea reconocible, abordable, socializada. 

Y es que, al fin y al cabo, la muerte, además de una dimensión biológica, médica y burocrática, tiene una dimensión filosófica, espiritual, cultural, emocional y familiar cuyo significado es muy variado en cada caso, para cada persona. Y cada caso particular es un viaje único, precedido por sus vivencias, condicionado por su cultura y creencias. 

Los profesionales hemos de ayudar a identificar las oportunidades biológicas de morir para encararlas y acompañar en lo referente al control de síntomas. Pero también hemos de saber situarnos en un plano discreto y facilitar, con nuestra narrativa y la escucha activa, que afloren otros aspectos que realmente dan mayor calidad y significado al proceso de muerte ayudando a dignificarlo.

1 comentario:

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