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lunes, 7 de febrero de 2022

El valor de la actividad clínica se hunde en un mundo demasiado desigual

Jordi Varela
Editor




Bogotá

Thomas McKeown, un epidemiólogo británico del siglo pasado, observó que la mejora de las condiciones económicas empujaban el crecimiento y el bienestar de las poblaciones, por encima de la influencia de los avances médicos. Con esta tesis, McKeown tuvo que enfrentarse a la corriente de pensamiento mayoritaria que, en sus tiempos, defendía justo lo contrario. En esta dialéctica entre la visión social y la médica, el epidemiólogo británico contó con notables adeptos, como el austriaco Ivan Illich, un filósofo con posiciones contrarias a las actuaciones médicas poco sustentadas. Para remachar el clavo de la medicina social, en 1981, Marc Lalonde, ministro del gobierno canadiense, propuso que las políticas de salud no deberían ceñirse al sistema sanitario, sino que deberían ampliarse a los determinantes más influyentes, como los sociales, económicos, culturales o medioambientales. A partir del informe Lalonde, la tesis de McKeown ha ido ganando terreno y hoy es universalmente aceptado que los determinantes sociales influyen en un 75% o más en la salud de las poblaciones.

La pobreza, el determinante más crítico

De todos los determinantes sociales, la pobreza es la característica que mejor explica la mala salud de los colectivos sociales. Dicho de otro modo, la renta influye de forma decisiva en la esperanza de vida, una asociación que es tan obvia que no hace falta perder demasiado tiempo en justificarla. Las sociedades que han conformado la historia de la humanidad, todas, feudales, capitalistas y comunistas, han mantenido la distribución desigual, y con frecuencia muy desigual, de la riqueza, como un mal necesario, lo que ha provocado que los desheredados, los obreros y los indigentes hayan tenido que espabilarse a sobrevivir contando con lo poco que tienen.

El azote de las plagas de hambre

El hambre, una consecuencia obvia de la pobreza extrema, ha generado episodios sociales de gran sufrimiento y mortalidad. Los expertos estiman que, en todo el mundo, puede haber habido treinta y un grandes episodios de hambre desde la antigüedad, como el de Irlanda de 1845, cuando un hongo destruyó la cosecha de patatas y murieron un millón de personas de un total de ocho millones de habitantes, o los sucesivos brotes de hambre de la India provocados intencionadamente por la administración colonial británica, con un resultado estimado de entre treinta y cuarenta millones de personas fallecidas. Brotes aparte, las Naciones Unidas consideran que, todavía ahora, un 16% de la mortalidad mundial está relacionada con el hambre, una cifra que debería remover conciencias, especialmente cuando un estudio revela que un 17% de la producción mundial de alimentos se desperdicia. Cifras aparte, todo apunta a que las bolsas de hambre, y la pobreza que las sustenta, persistirán en el mundo de la inteligencia artificial.

Las desigualdades no paran de crecer

Las estadísticas dicen que el número global de pobres extremos de la tierra se ha reducido, especialmente con el último salto económico de China y parte del sudeste asiático. Este hecho no quita que, a nivel global, las desigualdades no paran de crecer, puesto que los ricos de ahora tienen más capacidad de ser mucho más ricos que los de antes, y muchos de los pobres de hoy han evolucionado desde la miseria rural a la de los suburbios, con acceso a móvil, obesidad y drogas. El mundo de hoy, el de los grandes avances tecnológicos, sorprendentemente, sigue sin darse cuenta de que si la riqueza no se redistribuye de forma más generosa, todas las políticas que se diseñen desde la óptica del desarrollo global, fracasarán.

Como dice Hans Rosling, la humanidad avanza, pero si no resuelve sus fantasmas interiores, como el de las desigualdades sociales extremas, no irá demasiado lejos.

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