viernes, 16 de abril de 2021

Vacunas: comunicación de riesgos, sesgos de comportamiento y políticas (no) basadas en la evidencia



Nota de los editores. Este post fue publicado por Pedro Rey el pasado sábado en el blog "Nada es Gratis" y, dada la actualidad e interés del tema, queremos agradecer al autor que haya accedido a compartir este artículo con nosotros.

Hace unos días (casi) me sorprendí al oír a Tamara Falcó en un programa de televisión de máxima audiencia afirmando que ella no se pondría la vacuna de AstraZeneca por los riesgos que implica. Paralelamente, he tenido conversaciones estos días con personas cercanas de muy diversos estratos sociales expresando sus reticencias y miedos ante esta vacuna. ¡Hasta mi suegra preguntó a la enfermera que le vacunó si la vacuna que le ponían ”había salido buena”! Todo ello me ha recordado la famosa anécdota del inversor Warren Buffet afirmando que no encuentra un momento mejor para vender sus acciones que cuando escucha al abrillantador de sus zapatos hablando de comprar acciones. Cuando tenemos a una parte importante de la población, sin conocimientos epidemiológicos específicos, preocupada por los riesgos relacionados con una de las vacunas disponibles contra una pandemia mundial como la del COVID-19, parece buen momento de preguntarse si tanto las autoridades políticas y sanitarias como los medios de comunicación, que dan altavoz a quien quizá no sea el más indicado para opinar, no podrían contribuir a comunicar un poco mejor los beneficios y riesgos relativos tanto de las enfermedades como de las vacunas.

Las dificultades de comunicar la incertidumbre

Como ya les he comentado en el pasado, en situaciones en las que el efecto de una medida es incierto, comunicar su riesgo relativo es una tarea complicada. A la dificultad intrínseca que tenemos los seres humanos para comprender informaciones probabilísticas y porcentuales, se une en esta pandemia un contexto en el que los estudios de farmacovigilancia van produciendo evidencia cambiante a la que cuesta adaptarse, lo que incrementa la desconfianza respecto a quienes comunican los riesgos, que en muchos casos son a la vez los políticos responsables de tomar medidas. ¿Cómo puede ser que lo que se me permitía hacer ayer, ahora ya no valga? ¿Por qué la vacuna que era segura para mi grupo de edad ayer, hoy no está indicada? Por eso mismo es crucial aumentar la transparencia respecto a la evidencia científica que justifica las diferentes medidas que se van tomando.

Nos encontramos ante dos tipos de problemas de comunicación. Por una parte, la falta de coordinación entre las medidas adoptadas por distintas instituciones políticas, tanto de comunidades autónomas como de países o de agencias del medicamento regionales, nacionales y europeas (entre ellas y también frente a instituciones políticas), consolida un clima de desconfianza entre los ciudadanos, responsables últimos con su comportamiento de que las medias adoptadas, sean las que se sean, se cumplan y sean efectivas. ¿Cómo puede ser que no haya un criterio más homogéneo sobre confinamientos y cierres perimetrales si la evidencia epidemiológica es la misma? ¿Ante normativas contradictorias, cómo debo comportarme? ¿Cómo sé que las medidas que me aplican a mí son más eficaces que las adoptadas por otro gobierno para otra población? Y, en el contexto concreto de comunicar los beneficios y riesgos de una vacuna, ¿cómo puede ser que ante los mismos datos, un país como Alemania suspenda la vacunación con AstraZeneca para toda su población, mientras que en España se haga para los menores de 60 años y en el Reino Unido para los menores de 30 años? Obviamente, todos entendemos que haya diferencias de criterio e incluso diversidad de intereses entre distintos gobiernos (motivados quizá por el origen del país productor de las vacunas, por su precio o por intereses electorales), pero que ante algo tan sencillo y con datos tan objetivos como los que se utilizan para el análisis de costes y beneficios en la salud de la población se acaben adoptando medidas tan dispares no contribuye a aumentar la tranquilidad de los ciudadanos.

Las dificultades en la comprensión del riesgo

Un segundo problema, en el que me quiero centrar, es que la comunicación de riesgos necesita tener más en cuenta las dificultades de la población para entender datos probabilísticos y adaptar su comportamiento en consecuencia. El psicólogo y experto en estadísticas sanitarias Gerd Gigerenzer lleva años divulgando ejemplos muy preocupantes sobre la diferencia entre la información médica objetiva que se transmite y la interpretación que la población hace de ella. Uno de estos espeluznantes ejemplos es el caso de la prensa británica informando en los años noventa de que las píldoras anticonceptivas “incrementaban en un 100% el riesgo de producir trombos sanguíneos”. Si bien esta información era cierta, pues el riesgo de este efecto secundario se doblaba al tomar la píldora anticonceptiva de 1 de cada 7.000 casos a 2 de cada 7.000, una gran parte de la población focalizaba su atención en ese “100%” y lo interpretaba como que tomando la píldora era seguro que tendrían un trombo, lo que incrementó en 13.000 el número de abortos que se produjeron (los cuales irónicamente tienen su propio riesgo de provocar trombos). Sospechamos que algo parecido está ocurriendo con las vacunas. Si puede de un vistazo al post "Medicina basada en riesgos, un jeroglífico lleno de trampas" y procure no perderse el video de la factoría Gigerenzer.

Pongamos como ejemplo la información sobre la efectividad de las vacunas. Cuando hace unos meses parecía existir una competencia en los medios por informar sobre qué vacuna era más efectiva, ¿realmente entendíamos qué quería decir que una vacuna (en este caso la de Pfizer) es efectiva “en un 95%”? Tal y como se daba esta información, la interpretación más habitual era la de que, vacunándose, la probabilidad de contagiarse de coronavirus sería del 5%, cuando en realidad la probabilidad de infectarse una vez vacunado es muchísimo más baja. De hecho, lo que se observó en el ensayo clínico de esta vacuna es que en un estudio aleatorizado con 44.000 pacientes (la mitad con vacuna, la otra mitad con placebo), se produjeron 170 casos de participantes infectados, de los que solo ocho pertenecían al grupo de 22.000 participantes vacunados. El 95% sale por tanto de dividir ocho entre 170. ¿Cuántos de ustedes estaban seguros de que ese fuera el cálculo que lleva al famoso 95%? Y ¿por qué no hemos estado tan preocupados por la efectividad de otras vacunas, como la de la gripe, cuyo similar cálculo de efectividad no es nunca superior al 60%?

Hablemos ahora del riesgo de las vacunas y especialmente de la interpretación que la población general hace del mismo. La economía del comportamiento ya nos ha demostrado que la forma de presentar la información afecta muchísimo a nuestra interpretación de los datos, lo que se conoce como “efecto enfoque” (framing effect). Para empezar, sesgos de comportamiento conocidos como el de "disponibilidad" o el de "experiencia reciente" explican que los individuos tengamos tendencia a focalizarnos en aquella información que más se enfatiza. Por ello, centrar el foco comunicativo en el riesgo muy extremo de desarrollar un efecto secundario muy poco probable nos lleva en muchos casos a una reacción excesiva y a tener un miedo irracional a algo, sin ponderar adecuadamente el beneficio relativo frente a ese riesgo, ni los riesgos de otras medidas alternativas. Parte del mandato de las agencias del medicamento, como la EMA, es precisamente evaluar los potenciales efectos secundarios de un fármaco o una vacuna e informar sobre ellos. Sin embargo, listar los posibles efectos secundarios, por poco habituales que sean, no es lo mismo que hacer una recomendación sobre si los beneficios de una vacuna superan a sus costes, ni tampoco es lo mismo que tomar una medida política basada en dicha información para decidir a qué grupos poblacionales debe administrarse una vacuna. Hagan el ejercicio de leer el prospecto del fármaco más aparentemente inocuo que tengan por casa, pongamos el Dalsy, y luego piensen qué harían ustedes mismos, o qué decisión tomaría sobre su administración el político de turno, si los medios llevaran semanas hablando de sus posibles efectos secundarios.

La manera como se presenta la información condiciona

El que seamos tan sensibles a la forma en que se presenta una información incierta se observa en dos ejemplos de experimentos clásicos:

1. Ante una epidemia que se espera que mate a 600 personas, a la mitad de la población se le pide elegir entre la medida A, que salvará con seguridad a 200 personas, y la medida B, con la que existe una probabilidad de 1/3 de que se salven todas y una probabilidad de 2/3 de que no se salve nadie. A la otra mitad de la población se le pide elegir entre la medida C, con la que morirán con seguridad 400 personas, y la medida D, con la que existe una probabilidad de 1/3 de que nadie muera y de 2/3 de que todas mueran. Obviamente, al leer los dos tratamientos del experimento se habrán dado cuenta de que las medidas A y C son equivalentes en sus consecuencias (como también lo son la B y la D). Sin embargo, cuando a la mitad de los participantes en el experimento se les pide elegir entre A y B, el porcentaje de los que eligen A es muy alto (72%), mientras que el porcentaje de aquellos participantes que deben elegir entre C y D y eligen C, de idénticas consecuencias que A, es mucho menor (22%). Presentar la información hablando de efectos positivos (salvar vidas) es muy distinto que centrar el foco en consecuencias negativas (cuántos morirán).

2. Imaginemos que queremos cuantificar a través de una medida monetaria la disponibilidad de la población a enfrentarse a una situación de riesgo, lo que en economía de la salud se conoce como “disponibilidad a pagar” (willingness to pay). Suponga que ha estado expuesto a una enfermedad que con una probabilidad del 0,1% (1 de cada 1.000 casos) provoca una muerte segura e indolora. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar por la cura? Ahora imagine que se le solicita presentarse como voluntario a un ensayo clínico para estudiar un fármaco que provoca una muerte segura e indolora con exactamente la misma probabilidad (0,1% o 1 de cada 1.000 casos), pero ahora la pregunta es: ¿cuánto deberían pagarle por participar en el ensayo clínico? Si ha hecho el ejercicio, probablemente sus resultados sean similares a los de este experimento clásico, en el que la media de la primera pregunta (200 dólares) es muy inferior a la media obtenida de la segunda pregunta (10.000 dólares). Pero si ambas cifras difieren en un caso en que el riesgo es distinto, ¿cuál es la mejor valoración de hasta qué punto estamos dispuestos a asumir riesgos?

Incorporando racionalidad en la toma de decisiones

La conclusión fácil y manipuladora a la que nos incita la escasa consistencia que tiene la población para interpretar riesgos sería que, ya que los individuos no se van a enterar o podemos manipularlos fácilmente para que tomen decisiones sobre riesgos como queramos, es mejor no darles ninguna información. Por el contrario, la enseñanza más madura, tanto para los políticos como para los medios de comunicación, es que asuman una responsabilidad extraordinaria en lograr que la población conozca y asimile correctamente los riesgos a los que se enfrenta. Como decimos, no es tarea fácil, pero hay una amplia investigación que señala que el uso de gráficos (como los que ha utilizado el gobierno británico) y la comparación de riesgos pueden ayudar cuando menos a poner la información en contexto. Si la proporción de pacientes que han desarrollado trombos con la vacuna de AstraZeneca no es superior a uno de cada 100.000 casos, ¿cómo se compara con la probabilidad de infectarse del virus? ¿Y con la de morir por el virus? ¿Y con la de tener un accidente de coche? No les voy a dar las respuestas (algunas están en este artículo de Kiko Llaneras) para incitarles a que reflexionen sobre ello y se planteen qué instituciones, probablemente todas, están contribuyendo a la confusión actual y al aumento de la desconfianza en ciertas vacunas. Barbaridades como la anunciada por el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, de ser cierta y no formar parte de la actual lucha electoral, indicando que la proporción de personas que en los últimos días no ha acudido a su cita de vacunación por ser de AstraZeneca se ha disparado del 2% al 60% no tienen ningún sentido.

Ayudemos por lo tanto a introducir la racionalidad en la toma de decisiones tanto de las autoridades sanitarias como de los individuos y fomentemos la vacunación recordando las pautas que nos ha enseñado la economía del comportamiento. Y si no, por lo menos apelemos a la responsabilidad colectiva: todos los cálculos aquí mostrados se han hecho teniendo solo en cuenta el beneficio individual de la vacunación, pero ¿se pueden imaginar hasta qué punto el riesgo de cualquiera de las vacunas disponibles, con la evidencia empírica existente, es ridículo frente a los beneficios para la población si tenemos en cuenta que cada vacunación individual contribuye a parar el ciclo de infección de toda la sociedad?

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