Pedro Rey
Comportamiento saludable
@varelalaf |
Tras un año en el que la lucha por controlar la transmisión de la COVID-19 ha marcado la agenda, el debate se centra ahora en cómo conseguir que un porcentaje suficiente de población se vacune para alcanzar la llamada “inmunidad de grupo” lo antes posible. Obviamente, el objetivo se dirige ahora al lado de la oferta: se trata de establecer la secuencia en la que distintos grupos poblacionales deben vacunarse (y con qué vacuna cada uno) y asegurarse de que la priorización se cumple. También debemos resolver cuanto antes cómo eliminar las trabas burocráticas para que las vacunas sean más fácilmente accesibles, más operativas desde el punto de vista logístico y puedan ser adquiridas por los estados a un precio razonable. No obstante, de nada servirá resolver el problema de la oferta si no conseguimos a su vez estimular la demanda para que la tasa de vacunación efectiva sea lo más alta posible. Para ello es imprescindible entender tanto cómo se comportan los potenciales sujetos a vacunar ‒guiados por sus creencias, sus percepciones sobre seguridad y riesgo y por sus sesgos cognitivos‒ como de qué manera podemos influir en ese comportamiento para guiarlos en la dirección socialmente deseable que permita reducir la incidencia de la enfermedad.
A continuación enumero una serie de propuestas para resolver los tres problemas fundamentales relacionados con la demanda de una vacuna contra la COVID-19: la información, la persuasión y la necesidad de recordar a los individuos que completen su vacunación, especialmente con vacunas que necesitan dos dosis espaciadas en el tiempo. Estos tres problemas están a su vez relacionados con tres grupos de población distintos: quienes se oponen a las vacunas, quienes tienen reticencias contra las vacunas y quienes, aun predispuestos a vacunarse, pueden terminar no completando su vacunación.
1. Cómo informar sobre las vacunas y neutralizar mitos falsos
España es uno de los países europeos donde el porcentaje de población que simpatiza con el movimiento antivacunas es menor. Se estima, no obstante, que este porcentaje ha crecido en los últimos años hasta situarse alrededor del 6%. Afortunadamente, ni estamos cerca de las cifras de países como Francia (40% de simpatizantes antivacunas) ni el debate se encuentra tan politizado como en Estados Unidos, donde el porcentaje de población dispuesta a vacunarse descendió del 70% en abril de 2020 a cerca del 50% en fechas cercanas a las últimas elecciones. Sin embargo, el porcentaje de población española que muestra dudas ante una vacuna contra la COVID-19 se encuentra en estos momentos cercano al 30%, según recientes encuestas, por lo que incluso aunque consiguiéramos que todos aquellos que tienen intención de vacunarse lo hicieran, el margen de error para alcanzar la inmunidad de grupo (que se estima que requiere entre un 60% y un 80% de población vacunada) sería suficientemente pequeño para que la estrategia debiera centrase en asegurar que nadie que tenga dudas frente a una vacuna pase a formar parte del grupo de quienes se oponen firmemente a ellas. Olvidémonos por lo tanto de intentar convencer a los que no vamos a convencer y no contribuyamos a difundir sus falsos mensajes contra las vacunas discutiendo sus argumentos y centrémonos en quienes aún tienen dudas pero pueden ser persuadidos. No se trata ni de vilipendiar a los antivacunas ni de tratarlos como ignorantes, sino de ser prácticos y evitar entrar en una discusión estéril que no va a convencerlos y que en sí misma constituya un altavoz de difusión de su mensaje entre los que dudan. Por lo tanto, no lo haremos, pero si quieren un buen resumen de argumentos objetivos para refutar a los antivacunas, pueden encontrarlo aquí.
Concentrémonos en los que dudan. Incluso entre el 92% de la población que cree que las vacunas son seguras y efectivas, al menos un tercio expresa preocupaciones legítimas por sus posibles efectos secundarios, por la posible presión que la industria farmacéutica ha ejercido para promover la vacunación obligatoria o incluso por la rapidez con la que, en el caso de la COVID-19, se han desarrollado las vacunas.
Una manera de reducir dichas preocupaciones es confrontar a los que dudan con los sesgos cognitivos que pueden estar causando su preocupación. Nuestro cerebro es terrible procesando información compleja sobre riesgos de probabilidad muy baja, como lo sería una reacción adversa producida por una vacuna. Mencionar que por ello los seres humanos recurrimos a sesgos psicológicos como el “sesgo de confirmación”, es decir, la tendencia a aceptar solo la información que cuadra con nuestras creencias a priori; el “sesgo de ilusión”, por el que nos creemos que sabemos más sobre un fenómeno que lo que realmente sabemos, o el “sesgo de causalidad”, por el que atribuimos relación causa-efecto a fenómenos que se producen en el mismo periodo de tiempo, como la vacunación y la detección de síntomas de autismo en la infancia, por ejemplo, cuando no hay relación entre ellos, puede ser difícil pero muy útil. Otra buena táctica sería exponer los trucos de persuasión que utilizan los antivacunas para propagar su mensaje: exigir certeza al 100% de ausencia de efectos secundarios ‒cuando ningún fármaco ofrece certeza absoluta de no tener efectos secundarios‒, seleccionar estudios que apoyan parcialmente su mensaje sin mencionar la enorme abundancia de estudios que lo refutan ni indicar las limitaciones del estudio en que se apoyan, y omitir el amplio consenso que existe en contra de sus ideas.
2. Cómo persuadir a quienes dudan sobre las vacunas
Quizá la medida más efectiva que hemos observado estos días para convencer a quienes tienen dudas sobre las vacunas ha sido la propagación de información sobre políticos que “se han saltado la cola” para vacunarse. La indignación social ante estos casos favorece también que el vacunarse se interprete no como una obligación sino como un privilegio al que todos deberíamos tener acceso, propiciando la vacunación.
Además de esta evidencia anecdótica, es importante darse cuenta de que la información no es lo mismo que la persuasión. Ante la duda, los datos estadísticos sobre efectividad y seguridad son escasamente atractivos y tienen poco poder de convicción. Por el contrario, la persuasión requiere combinar la información rigurosa con una narrativa emocional que se sienta cercana. Hablar de casos de personas que han fallecido o han sufrido las consecuencias de la enfermedad por no haber sido vacunadas a tiempo puede ser mucho más efectivo, puesto que es más fácil empatizar con historias reales y próximas que con frías estadísticas.
Escuchar las reticencias de quienes no quieren vacunarse y amoldar los argumentos a esas reticencias, sin juzgarlas, también puede ser muy efectivo.
3. Cómo conseguir que los individuos completen su vacunación
Ante una crisis como la actual, estamos deseando sentir que contribuimos a su solución. Para ello necesitamos normas claras sobre cuál es el comportamiento correcto que debemos seguir. Piensen, por ejemplo, en las dudas iniciales que muchos ciudadanos tenían hace un año sobre si debían o no usar mascarillas, provocadas en parte porque las autoridades, ante la escasez inicial de mascarillas, no enviaban un mensaje claro sobre su efectividad. Afortunadamente, hemos conseguido que se imponga la norma social de llevar mascarilla y que incluso se estigmatice a quien no la lleva. Debemos aprovechar estas mismas enseñanzas para el caso de la vacunación: enfatizar el componente de bien público y la externalidad (“no me vacuno por mí, lo hago por ti y tu familia”) que una vacuna provee. Debemos hacer que la gente se enorgullezca de haberse vacunado y que incluso pueda presumir de ello. Piensen, por ejemplo, en las pegatinas que se ven en los coches de Estados Unidos señalando que se ha votado… ¿Por qué no pegatinas y camisetas que digan “Me he vacunado”?
Se puede dar incluso un paso más y crear certificados de vacunación. Existe debate sobre los posibles efectos negativos que puede tener el imponer certificados de vacunación para poder viajar o acceder a ciertos privilegios. Por un lado, la obligatoriedad de vacunarse podría enviar el mensaje contradictorio de que “lo hacen obligatorio porque si no la gente no se vacunaría”, lo que puede reforzar las dudas ante la vacuna. Sin embargo, por otra parte, la obligatoriedad de estar vacunado para poder realizar ciertas actividades podría tener un efecto positivo mayor.
Quizá un camino intermedio sea utilizar el poder de las “opciones por defecto”: de facto, los ciudadanos tendrían una cita concreta para vacunarse, a la que deberían presentarse a no ser que pudieran alegar una razón en contra. Se ha observado que la mera existencia de un mínimo trámite no costoso para no cumplir con la opción establecida por defecto puede ser muy efectiva para conseguir que la gente cumpla con el comportamiento deseado.
Por último, dado que la mayoría de las vacunas desarrolladas hasta ahora van a necesitar una segunda dosis, es fundamental que no se desperdicien dosis de vacunas con primeras vacunaciones que luego no se completen. Para ello será clave crear una logística en la que la fecha de la segunda vacunación venga impuesta desde el momento de la primera vacunación y establecer un sistema de recordatorios eficaz. Reducir las dificultades para vacunarse, de forma que sea sencillo y rápido, también será importante.
Espero haberles convencido de que utilizando lo que sabemos sobre el comportamiento humano, todos podemos contribuir a reducir los problemas desde el lado de la demanda de la muy necesaria vacunación. Resolver los problemas de la oferta está fundamentalmente en manos de las autoridades sanitarias.
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