Aunque en este blog se ha hablado extensamente sobre la decisión clínica compartida entre médico y paciente, lo cierto es que muchas de las decisiones que se acaban tomando en la atención sanitaria no llegan a ser propiamente decisiones, en el sentido de que no son elegidas de una forma plenamente consciente. Entre estas “decisiones”, un ejemplo que destaca es el del poder de las opciones por defecto: aquellos protocolos establecidos que indican lo que se hará en caso de que no se tome activamente otra decisión.
Algunos economistas del comportamiento, como Dan Ariely, han señalado la enorme capacidad de influencia que puede tener el diseño de la opción que se tomará por defecto aprovechando los sesgos psicológicos que sufrimos los seres humanos, como la falta de atención a todos los factores relevantes o las dificultades para interpretar correctamente la información estadística sobre riesgos. Esta capacidad de influencia, si bien causa cierta polémica entre quienes se oponen al tradicional enfoque paternalista de la salud, puede ser no obstante útil en ciertos contextos. El ejemplo más famoso es el del artículo de Johnson y Goldstein de 2003, en el que muestran el gráfico que reproducimos a continuación con las tasas de consentimiento efectivo de donación de órganos por parte de los fallecidos de distintos países europeos. Como pueden ver, existe un contraste enorme entre los países en amarillo, donde las tasas de consentimiento para donar órganos son muy bajas, y los países en azul, con tasas mucho más altas. Una observación cuidadosa de los países que se comparan demuestra que estas diferencias difícilmente pueden deberse a factores religiosos o culturales: tomando los países por pares, parece que los factores culturales no son muy distintos entre Alemania y Austria, Dinamarca y Suecia o entre los Países Bajos y Bélgica. ¿Qué explica entonces que las tasas de consentimiento para donar los órganos una vez fallecido sean tan diferentes?
La explicación más plausible es que la opción que cada país ha elegido por defecto sea el factor determinante. En los países en azul, cuando alguien fallece se asume automáticamente que quiere donar sus órganos a no ser que haya realizado un trámite administrativo explícito expresando lo contrario. En cambio, en los países en amarillo, hay que registrarse activamente como donante para expresar su consentimiento. En ninguno de los dos tipos de países el trámite para declararse donante o no donante es especialmente costoso, pero el mero hecho de tener que tomar activamente una decisión induce a una proporción altísima de ciudadanos a no hacerlo y a tomar como referencia lo que el sistema sanitario ha declarado como opción por defecto.
Este ejemplo nos debe hacer reflexionar sobre hasta qué punto los ciudadanos tenemos formadas unas preferencias claras sobre nuestras opciones en salud y también sobre hasta qué punto el sistema influye en exceso en los ciudadanos con sus opciones por defecto. Como se pueden imaginar, el uso de medidas en las que los pacientes tienen que decidir activamente hacer algo (“opt-in”) o no hacerlo (“opt-out”) tiene un enorme potencial para afectar a las tasas de vacunación o incrementar el uso de medicamentos genéricos cuando el prescriptor haya indicado una marca específica de un determinado principio activo.
En las últimas semanas he podido ver directamente el poder que tienen las opciones por defecto, incluso cuando los médicos pretenden ofrecer cierta libertad de elección al paciente. A un familiar cercano de muy avanzada edad le han diagnosticado un tumor. Dado que vive en otra provincia, y ante la decisión de tratarlo en su provincia de origen o donde residimos nosotros, hemos terminado teniendo la opinión acerca de cómo tratarlo de dos servicios de oncología distintos. A pesar de que la evidencia diagnóstica de la que disponían los dos equipos era exactamente la misma, uno de ellos ha recomendado un tratamiento conservador, teniendo en cuenta la edad del paciente, mientras que el otro nos ha ofrecido una cirugía “curativa” que implica una intervención mucho más agresiva, un ingreso hospitalario mucho más largo y la casi certeza de alimentar al paciente por sonda durante varias semanas. Si bien no dudo que ambos servicios –los dos altamente cualificados y reconocidos– realmente ofrecían la que sinceramente creían que era la mejor opción para el paciente, también ambos nos presentaban “su” opción como “lo que se hace normalmente en estos casos”. Sin embargo, de no haber tenido opción a dos opiniones tan contradictorias, lo normal sería que nos hubiéramos dejado llevar por el principio de autoridad de la única opción que hubiéramos tenido, con consecuencias probables diametralmente opuestas.
Naturalmente que las opciones por defecto deben existir, pues en muchos casos hay que tomar un rumbo determinado incluso cuando el paciente o sus responsables no están en condiciones de tomar una decisión o no cuentan con información relevante para hacerlo. Pero seamos conscientes de que el puro diseño sobre qué opción es la definida como opción por defecto no es inocua. Debemos otorgar a los prescriptores de las decisiones por defecto una responsabilidad y no dejar que la conveniencia, el orden natural o la tradición sobre “como se han hecho las cosas”, empañe la que puede terminar siendo la mejor opción posible. Busquemos que, en entornos donde realmente existen diversas posibilidades sobre las que no exista consenso, se presenten los potenciales beneficios y costes de forma equilibrada para que quien termine decidiendo lo haga realmente de manera consentida e informada.
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