viernes, 18 de octubre de 2019

¿Apropiación indebida o contribución necesaria?








Si entendemos que la salud no es, como sugiere la definición de Andrija Stampar que adoptó la OMS en 1946, la mera ausencia de enfermedad o de insania, sino algo distinto, sea el bienestar como afirma la citada descripción, sea una razonable capacidad de adaptación funcional como proponía René Dubos, es más fácil comprender la importancia de los llamados determinantes sociales de la salud, entre los que la sanidad no es sino uno más. 

Estos comentarios no implican menosprecio alguno respecto a la atención sanitaria, dada su capacidad de aliviar buena parte de los trastornos que nos causan las enfermedades y, en algunos casos, curarlas definitivamente. Por cierto, insania es, según el diccionario, locura o trastorno mental, una distinción que resalta las especificidades de la patología psiquiátrica. 


No hay duda de que los servicios sanitarios pueden contribuir también a la protección y a la promoción de la salud mediante intervenciones preventivas como las vacunaciones o el control de determinados factores de riesgo. Y en parte, también, fomentando comportamientos saludables, aunque la capacidad que los servicios sanitarios tienen de modificar la influencia del entorno, la vivienda, la educación, el transporte o el trabajo en la salud es limitada. Y estos factores, junto con el grado de cohesión social, entre otros, determinan poderosamente el nivel de salud de la población. 


Por ello equiparar sanidad y salud sería, en cierto modo, apropiación indebida, ya que podría dar a entender, erróneamente, que la salud de las personas y de la población dependen sustancialmente de los servicios sanitarios. Y no sólo eso, sino que al promover actividades e intervenciones para las cuales ni las organizaciones, ni los profesionales sanitarios son especialmente competentes se distorsionan las prioridades de la sanidad. (1)

Cierto es que, desde tiempos inmemoriales, la buena medicina ha aconsejado siempre llevar una vida sana, práctica que el famoso informe sobre la salud de los canadienses de Marc Lalonde contribuyó a institucionalizar. De modo que los servicios asistenciales han ido asumiendo intervenir en este ámbito, actividad que les resulta más fácil en la medida que se dispone de fármacos eficaces en la hipertensión, las dislipemias o la osteoporosis. Claro que a costa de una medicalización no siempre sensata. 

Pero el caso es que muchos factores de riesgo no son susceptibles de profilaxis farmacéutica o consejos y que, cuando estos se proporcionan, tampoco resultan particularmente eficientes ni equitativos. Si bien el conocimiento y la información son necesarios, no bastan para modificar comportamientos. Las condiciones en las que transcurre la vida influyen mucho más en las conductas y, a menudo, las hacen refractarias a las recomendaciones higiénicas. Modificar saludablemente las condiciones de vida es un objetivo que sobrepasa ampliamente las posibilidades de los servicios sanitarios.

Esto no quiere decir, desde luego, que los servicios sanitarios renuncien a tener en cuenta dichos determinantes, entre otras razones porque acostumbran a ser los profesionales sanitarios –algunos de ellos para ser más preciso– quienes sospechan, detectan, reconocen y cuantifican la influencia de estos determinantes. También para no malgastar ineficiente e inequitativamente esfuerzos, ya que algunas de las iniciativas clínicas de promoción y protección de la salud son como echar agua en un cubo agujereado. Pero sobre todo para estimular en su caso –porque los servicios sanitarios también pueden ser un obstáculo para ello– la iniciativa ciudadana. Este es el quid de la cuestión.

Como decía Geoffrey Rose y ha difundido su discípulo Michael Marmott, si las causas son sociales los remedios también lo deben ser. De modo que el papel que les corresponde desempeñar a la sanidad y a los servicios sanitarios interesados en la mejora de la salud de la población es contribuir a este propósito político global, no a sustituir el papel de otros agentes implicados y probablemente tampoco liderarlos, a menos que no haya otra alternativa mejor. 

Todo ello viene a cuento de la reciente publicación por el King’s Fund del opúsculo Una visión para la salud de la población. Hacia un futuro más sano (2), una propuesta basada en la estimación cuantitativa de la influencia de los determinantes sociales de salud más decisivos, como la vivienda, el medio ambiente, el transporte, la educación o el trabajo, en la salud y el sistema sanitario en Inglaterra, lo que lo ha llevado a clasificar, según el grado de evidencia disponible, el impacto en la salud, la rapidez en conseguirlo y la contribución a la reducción de inequidades de las intervenciones en cada uno de esos determinantes sociales. Así, por ejemplo, la adecuada escolarización es una de las influencias más intensamente benéficas y mejor contrastadas en la salud y que, además, contribuye muy significativamente a la reducción de las desigualdades más injustas. Aunque, como es comprensible, esta influencia necesita tiempo para materializarse. En cambio, las intervenciones que mejoran la salubridad del transporte tienen un efecto rápido en la salud, pero no contribuyen tanto a la disminución de las inequidades, tal como muestra la tabla que se adjunta.




Una propuesta que reconoce también la importancia de las conductas personales, del sistema sanitario y del entorno comunitario y social de las personas, que conjuntamente con los determinantes mencionados, conforman las columnas sobre las que se construye la salud de la población. Pilares que deben articularse adecuadamente si se pretende promover y proteger la salud de la población de forma efectiva. Para ello se requiere diseñar una estrategia acertada y aplicarla oportunamente.

Pero mientras que los planes y las propuestas de reformas sanitarias acostumbran a poner el énfasis en los propósitos y directrices, es menos frecuente que se formulen objetivos mesurables y, más raro aun, que se mencionen las acciones necesarias para superar los obstáculos que dificultan o impiden el desarrollo de políticas públicas saludables que sitúen la salud entre las prioridades reales de gobiernos y administraciones, con un impacto proporcional al producto interior bruto dedicado a estos objetivos.

De ahí el interés de las recomendaciones que formula el documento concretando los cambios que –según su planteamiento– deberían abordarse. El primer cambio destacable es el del liderazgo que conviene que ejerzan las autoridades políticas nacionales y locales, porque las políticas de salud van mucho más allá que las políticas sanitarias. Tambien se destaca la generalización de rendir cuentas, lo que además de ser una obligación moral contribuye a dinamizar los procesos de reforma. Y, last but not least, la adecuación de la financiación y, en particular, de su distribución adecuada de modo que resulte lo más eficiente y equitativa posible.    


Bibliografía:

[1] Heath I. In defence of a National Sickness Service. BMJ 207; 334: 19. 
[2] Buck D, Baylis A, Dougall M, Robertson R. A vision for population health. Towards a healthier future. The Kings Fund: London 2018.      
      

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