viernes, 25 de octubre de 2019

Las competencias clínicas: ocultas en el currículum y en la codificación









José, de 85 años, vuelve a tener fiebre. Su esposa ya no se inquieta, pero sabe que lo que siempre le ha funcionado es llevar a su marido a urgencias. De camino escribe en el chat familiar que se van al hospital, pero que nadie se mueva hasta que le digan si ingresa o se queda en observación. Sus hijos viven en las afueras y siempre se ofrecen para que ella no tenga que pasar la noche al lado de José. La demencia ha hecho mella en José y todo es más complicado; sus infecciones de orina, que antes avisaban con síntomas reconocibles, ahora se han convertido en algo abstracto, pero la fiebre es la que siempre acaba activando a la familia. En el último año, José ha ingresado varias veces por procesos similares al actual que partían de infecciones de orina debidas a la patología urológica de base.  Esta vez, a su llegada a urgencias, está peor a ojos de su esposa, pero no hay una alteración de las constantes y la analítica es bastante anodina, excepto un ligero empeoramiento de la función renal. Vuelta a empezar: como siempre, se inician el tratamiento antibiótico (guiado por el último antibiograma disponible) y la sueroterapia, el control de la fiebre y los cuidados de enfermería. Pero en esta ocasión, pese a desaparecer la fiebre, está postrado, probablemente por un delirio, no colabora con los cuidados, se arranca la vía periférica en varias ocasiones, se niega a comer y reaparece la fiebre. La familia no lleva bien la situación, José tampoco. Se informa a los familiares de que podría valorarse la realización de una prueba de imagen, comentar con urología e, incluso, realizar un procedimiento como colocar una urostomía si la sospecha es que exista un proceso obstructivo. No obstante, el deterioro que sufre José no se soluciona tratando solo el episodio actual, por lo que la familia y el equipo asistencial acuerdan hacer un intento más con algunos cambios en el tratamiento y, si no responde, asumir que se efectuará un tratamiento paliativo.


José fallece dos semanas después de ingresar, con muchas preguntas clínicas flotando en el ambiente. No obstante, la familia está satisfecha y agradecida al equipo asistencial; la Dra. Martínez, que lo ha atendido, y las enfermeras y auxiliares son casi todas las mismas de siempre y el trato ha sido en todo momento cordial. La familia valora especialmente el tiempo que la Dra. Martínez ha dedicado a hablar de los problemas clínicos, de las opciones técnicas, de los posibles resultados esperables así como a conocer la opinión tanto de la esposa de José como de sus hijos. Ha habido conversaciones con el urólogo de toda la vida, al que José en sus mejores tiempos llevaba una cesta de naranjas cada vez que lo visitaba al volver del pueblo. Su urólogo ya sabía que los “apaños” que le pudieran hacer no garantizarían resultados apreciables y además complicarían en mayor medida los cuidados de José.

Ante la incertidumble del final de vida, honestidad

Predecir el momento en el que un paciente entra en un proceso que puede suponer el final de su vida es ciertamente complejo. Mi primera reflexión en este blog fue precisamente sobre cómo debemos actuar los médicos en el caso de un paciente que está ante la oportunidad biológica de morir y los riesgos que implican las sobreactuaciones. La solución está en afrontar estas situaciones con honestidad, tanto con los pacientes como con los familiares, gestionando la incertidumbre y, sobre todo, analizando los pros y contras de las decisiones a fin de respetar siempre el principio de beneficencia, ya que los objetivos pueden ser muy distintos para diferentes pacientes en situaciones clínicas similares atendiendo a valores y preferencias individuales. En una reciente publicación del British Medical Journal se analiza esta situación, poniendo en evidencia precisamente lo complejo que puede llegar a ser prever la mortalidad de pacientes en las 72 horas siguientes por médicos especializados en cuidados paliativos. 

Teniendo en cuenta que hasta un 25% del gasto sanitario en los pacientes se realiza en los últimos 12 meses de vida y que el nivel de complejidad de un proceso de final de vida puede ser muy variable –no solo por la patología subyacente, sino por la actitud del profesional y su manera de afrontar dicho proceso–, es importante que entendamos cuales son las actuaciones que más benefician a los pacientes y a la vez al sistema. 

Se deberían evitar expectativas poco realistas

La experiencia del profesional al detectar la patología potencialmente tributaria de tecnología de alta complejidad en determinadas circunstancias le puede llevar a actitudes como las descritas en el artículo del Harvard Magazine sobre los “Cowboys Doctors”  que mencionaba el Dr. Varela en un post de 2015. En dicho trabajo se ponía de manifiesto que siempre existe la posibilidad de aplicar técnicas y tecnología en situaciones cercanas al final de la vida y que ello queda reflejado en estas herramientas cuantitativas. Y esta actitud clínica puede darse aunque no mejore el pronóstico de estas personas y atente contra la calidad del proceso y contra la responsabilidad de los profesionales al realizar procedimientos fútiles que generan mayor gasto sanitario. Sin mencionar que la realización de pruebas genera expectativas poco realistas y, finalmente, incomprensión de las familias cuando, después de un proceso tortuoso,  llegan a un final de vida que no se les ha explicado bien que estaba llegando y, por lo tanto, no entienden para qué tanto sufrimiento.

La codificación no refleja la complejidad de la clínica

El periplo clínico de un paciente en situación de final de vida que finalmente fallece se sigue con la emisión de un informe de epicrisis que posteriormente se codificará para cuantificar y clasificar los procedimientos y costes de la asistencia que ha recibido.

En el proceso de codificación se trasladan patologías, procedimientos, tratamientos y complicaciones. Desde que se migró de la CIE-9 a la CIE-10, el detalle con el que se desmenuza la “factura” hospitalaria es aún mayor y ayuda a comprender la contabilidad de los procesos mórbidos y la mortalidad de los pacientes. Esta contabilidad mide lo que mide… lo explica mejor que yo Jordi Varela en diferentes posts. Nos recuerda, por ejemplo, que el modelo de financiación estimula la fragmentación de la atención donde, más que premiar una buena gestión del proceso asistencial, se paga mejor cuanto más tórpido sea el proceso. Por lo tanto, queda claro que el modelo de financiación se centra en medir la cantidad de atención que se brinda y no el valor que aporta.

Para finalizar, quiero resaltar dos ideas básicas. En primer lugar, que los GRD y el CMBD pueden servir para analizar y sacar algunas conclusiones de actividad, pero queda claro que la codificación de la CIE, ya sea la 9 o la 10, no es capaz de representar cosas fundamentales como el juicio clínico, la gestión de la incertidumbre, dar malas noticias y el control de síntomas, entre otros. Por lo tanto, las competencias clínicas básicas, que son precisamente las que determinan que el proceso asistencial sea de calidad, quedan no solo ocultas en el currículum formativo, sino también en la cuenta de explotación de los centros. Sería bueno conseguir que se visibilizasen de alguna manera. Y, en segundo lugar, me quedo con la sensación de que cuando los gestores se preocupan por la poca complejidad de su mortalidad en un servicio de medicina interna, lo más probable es que los clínicos estén haciendo precisamente lo más correcto.

Os dejo con la imagen de portada del disco The Dark Side of The Moon, de Pink Floyd, en honor a la cara oculta, las competencias clínicas de los profesionales en los procesos asistenciales.

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