foto: rclusa |
Sin despreciar la particularidad de cada uno de los problemas que nos afectan, convendría preguntarnos qué parte de esta singularidad es atribuible al problema en sí y cuál a la percepción que nos hemos ido formando. Una percepción que, por supuesto, depende de la naturaleza del problema pero que también tiene que ver con los modos y maneras de informarnos al respecto. Y nunca antes la humanidad –o la parte de la humanidad que tenemos acceso a los medios de comunicación social y a las redes sociales– había dispuesto de tantos datos y tan puntualmente ofrecidos sobre una cuestión, por lo que nuestra percepción sobre el asunto está condicionada, cuando menos parcialmente, por eso. Algo que conocen bien los expertos en publicidad y en propaganda.
Pero el alud de datos que nos ha invadido no significa que hayamos dispuesto de información solvente para comprender la magnitud real de la tragedia, ya fuere comparándola con otros episodios parecidos o bien con otros criterios de valoración adecuados. Es cierto que estas comparaciones son difíciles de valorar, entre otras cosas porque los procedimientos y métodos de medida son muy distintos y porque no es fácil disponer de referencias sólidas sobre las que tomar decisiones racionales.
La heterogeneidad de tantos datos, en muchas ocasiones poco definidos y hasta inventados, dificulta la comprensión de su significado real. Más bien se convierten en ruido abrumador que distorsiona nuestra percepción y nos provoca una tendencia predominante a inquietar y atemorizar, tendencia que seguramente se ha visto favorecida por nuestra propia preocupación como ciudadanía privilegiada, poco tolerante con los riesgos impuestos o incontrolables – aquellos que dependen de la naturaleza–, intransigente con la incertidumbre, vulnerable a cualquier infortunio, incluso a los riesgos inevitables como la muerte.
Pero como la percepción dominante es que estamos sufriendo una plaga terrorífica, aunque todavía no tengamos la seguridad de que realmente sea tan grave, no solo no hemos rechistado al ver limitadas nuestras libertades más básicas sino que hemos alentado a nuestros gobernantes a que lo ordenaran. La cuestión clave es si los perjuicios que inevitablemente han supuesto y suponen tales medidas de restricción no serán peores que los que hubiera ocasionado la epidemia. Algo que nunca podremos saber con certeza.
Pero lo que sí parece que sabemos, sobre todo aquellos que han tenido que cerrar sus empresas o han visto reducirse sus ingresos de modo espectacular, es que una situación como la actual resulta insoportable. Y no solo se trata de pérdida de productividad, de capacidad adquisitiva o de sostenibilidad de la economía, sino que los efectos directos sobre la salud y la calidad de vida también se empiezan a notar.
De ahí el interés en ir desactivando las medidas preventivas de modo que se puedan suavizar, o por lo menos reducir, los efectos indeseables que provocan. Unas obligaciones que, tal vez por desconfianza en la responsabilidad de la ciudadanía que debía aplicarlas, seguramente han sido más drásticas y espectaculares que imprescindibles. Por ello conviene apelar al sentido común de las personas, a su capacidad de comprensión, e insistir en que adopten aquellos comportamientos que garanticen protección y una seguridad razonable –aunque no absoluta– de que no se van a contagiar. Las obsesiones no son buenas para la salud y los rituales abigarrados tampoco son fáciles de ejecutar bien. Y el riesgo cero es una entelequia.
En este sentido la actuación del sistema sanitario puede ser decisiva, sobre todo la de la atención primaria y, todavía más, la de aquella que actúa con una perspectiva comunitaria. Hace apenas unos días, desde este mismo blog Pere Vivó, coordinador del equipo de atención primaria del ICS en Montcada i Reixac, nos decía que "...es el momento de salir de la consulta y del centro" y de "seguir buscando aliados en la comunidad. Las muestras de ... complicidad ... deberían mantenerse y contar con la participación mucho más activa... de la comunidad para resolver los problemas de salud locales".
Y desde el Área de Promoción de la Salud del Ministerio, Elena Ruiz y otros colegas (1) nos recordaban que "las redes comunitarias son esenciales para el manejo de la crisis social y sanitaria de la COVID-19. Organismos internacionales como la OMS o el ECDC señalan que las redes disminuyen tanto la transmisión de la infección como el impacto social asociado, pues brindan apoyo, reparto de responsabilidades y puesta en común de recursos. Además, garantizan una comunicación proactiva y bilateral, incrementando el alcance de las intervenciones y permitiendo abarcar a toda la población de una forma más eficaz".
Hay que destacar iniciativas de desarrollo de la salud comunitaria como la que en Baleares está promoviendo de modo sistemático el equipo de Elena Cabeza (2), de la Dirección General de Salud Pública, que a partir de la identificación de áreas vulnerables señala un conjunto de líneas de actuación para reforzar la acción comunitaria que incluyen la comunicación y el asesoramiento, recursos de apoyo emocional y propuestas de actuaciones que faciliten la transición, entre las que, en mi opinión, destacan "reforzar las estructuras de participación comunitaria y ayudar a crearlas en los barrios o municipios en los que no hay, priorizando las áreas desfavorecidas". O "reforzar los servicios esenciales de atención a las urgencias sociales, salud pública y atención primaria ... para fortalecer los vínculos familiares, el acompañamiento social y la prestación de una atención social adecuada a los colectivos en situación de vulnerabilidad".
Finalmente, según Mariano Hernán y Daniel García, de la Escuela Andaluza de Salud Pública, la epidemia del coronavirus nos proporciona "una oportunidad para potenciar las capacidades y las habilidades de acción colectiva mediante una perspectiva organizativa adaptada a cada realidad".
Este tipo de programas comunitarios se vienen fomentando desde hace ya unos años por parte, entre otras instituciones, de la Alianza para la Salud Comunitaria, el Programa de actividades comunitarias de la SEMFyC, la red AUPA y el proyecto COMSalut, iniciativas que no solo parecen oportunas y convenientes para esta transición, sino que también pueden sernos útiles para la tan ansiada y reclamada reorientación de los sistemas sanitarios que reivindicaba la primera Conferencia Internacional de Promoción de la Salud celebrada en Ottawa, limitando las intervenciones que conllevan una medicalización inadecuada, sobrediagnóstico y sobretratamiento y, al final, un incremento de los efectos potencialmente nocivos de la práctica clínica y sanitaria, como ilustra dramáticamente la epidemia de COVID-19.
Doctor en Medicina. Especialista en Salud Pública
Bibliografía:
1. Elena Ruiz, Jara Cubillo, Javier Segura, Pilar Campos, Ana Koerting, Tomás Hernández, Marta Cobos. Redes comunitarias en la crisis de COVID-19.
2. E. Cabeza, C. Núñez, T. Planas, M. Ramos, M. Salvá. Servei de promoció de la Salut. Direcció General de Salut Pública i Participació. Conselleria de Salut. REFORZAR LA ACCIÓN COMUNITARIA FRENTE A LA PANDEMIA DEL COVID-19. Se puede solicitar el informe a: promociosalut@dgsanita.caib.es
Muy buena entrada. En la misma línia, TSS también está apuntado a sumar esfuerzos. Esperamos encontrarnos.
ResponderEliminarhttps://treballsocialsanitariics.wordpress.com/2020/05/13/treball-social-sanitari-en-temps-de-distanciament-social/
Pues me alegro. Pongo en copia a los equipos del proyecto COMSalut y a la red AUPA. Cordialmente, A.
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ResponderEliminarMe encanta leerte Andreu. El 7 de julio a las 16h te escucharé.
ResponderEliminarUn abrazo
Me encanta leerte Andreu. El 7 de julio a las 16h te escucharé.
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Carles Mundet