Chomel
Foto @rclusa |
Los últimos acontecimientos relacionados con la pandemia han dejado bien patente la incertidumbre que la caracteriza, pese a los muy notorios avances que se han alcanzado desde que, a finales de 2019, los medios de comunicación se hicieran eco de un episodio de neumonías graves en la ciudad de Wuhan y que la posterior noticia del aislamiento de un virus muy similar al agente causal de la SARS –tanto que fue bautizado como SARS-CoV-2– hiciera aumentar la preocupación por su potencial propagación a todo el mundo.
Una preocupación cuya magnitud no es fácil de precisar con exactitud de modo que las medidas de prevención y control sean lo más proporcionadas posible. Es decir, que los efectos adversos que inevitablemente conllevan no sean más perjudiciales que la propia infección. Una dificultad que paradójicamente, cuando menos en apariencia, resulta incrementada por la avalancha de datos y opiniones que nos abruman con obsesiva persistencia.
Porque lo que se necesita es información que nos permita interpretar lo más objetivamente posible la situación. Y, contrariamente a lo que podríamos intuir, el acceso a tantos datos y a tantas opiniones de todas partes –consecuencia de la globalidad, pero también de un tratamiento informativo indiscriminado que curiosamente filtra menos las extravagancias sensacionalistas que las discrepancias argumentadas– más que aclarar puede confundir y desorientar.
El caso es que el exceso de datos distorsiona la percepción. No solo porque son muchos, demasiados, tantos que incluso nos cuesta articularlos, digerirlos, sino también porque muchos son tan solo parciales o preliminares, cuando no deficientes, erróneos o incluso falsos. Y la información que merece esta denominación, es decir la que produce conocimiento –en el ámbito de la razón por lo menos– habitualmente requiere acumulación, contraste y asentamiento, características que la prisa, la inundación y el agobio no favorecen.
Y es precisamente esta urgencia la que estimula la producción de datos y también espolea la imaginación para encontrar soluciones o, cuando menos, explicaciones que los expertos –a veces solo personas ingeniosas con afán o interés de notoriedad– tratan de alcanzar. Iniciativas lógicas que incluso pueden ser loables, a pesar de que también pueden desorientar.
En este sentido, destaca la ausencia de explicaciones claras y asequibles sobre el significado de algunos de los indicadores epidemiológicos más utilizados como el número de "casos", que en realidad es el número de infecciones –cuando no es el número de tests positivos– y, por lo tanto, solo está relacionado con la propagación del virus y no directamente con las personas que enferman al contagiarse. El caso es que el imaginario colectivo o, si así se prefiere, el relato hegemónico al respecto, es el de una catástrofe colosal, lo que influye también en cómo interpretamos la mayoría de datos disponibles, atemorizados por los negativos y dudando de los más positivos. Todo ello un círculo vicioso, la conocida como retroalimentación positiva.
La aparición de nuevas variantes del virus –consustancial a cualquier virus– sigue alimentando el miedo y la preocupación, aunque no sepamos con certeza qué implicaciones prácticas tendrá. Por eso seguimos perturbándonos ante los nuevos datos que nos siguen invadiendo. En estos momentos deberíamos valorar que el aumento de las infecciones no se asocia necesariamente a un incremento de casos clínicamente graves o críticos y que la ocupación de las UCI no es comparable a la de la primavera de 2020, dato que podría objetivarse comparando la estancia media en días de los afectados por COVID-19 antes y ahora o la letalidad.
Iniciativas que, cuando menos algunos, agradeceríamos más que las continuas apelaciones a restringir nuestras actividades cotidianas con el propósito formal de reducir el riesgo de empeorar la situación, aunque quizá lo que se pretende en realidad es que si esta empeora –lo que, dada nuestra ignorancia, no puede descartarse en absoluto– nadie pueda reprochar que no se haya hecho todo lo posible para advertirlo, aunque esto suponga perpetuar el miedo y los efectos adversos de las medidas preventivas.
También agradeceríamos más el esfuerzo por comunicar a la población, de la forma más atractiva y comprensible posible, la información efectivamente relevante. Además de tener en cuenta que es conveniente que las recomendaciones y, más aún, las obligaciones preventivas se modifiquen solo en caso absolutamente imprescindible para evitar desorientaciones y confusiones y que sean lo más claras, escuetas y precisas posible.
No sería extraño que la variante ómicron, más difusible, fuera menos patogénica. Sin que sea una ley biológica, la tendencia adaptativa de las relaciones entre huéspedes y parásitos suele ir en esta dirección. Aunque esto no descarta absolutamente una evolución peor. Porque la incertidumbre es una de las características constitutivas de la vida. Por eso conviene asumirla y tratar de gestionarla lo más benéficamente posible. Intentando, por lo menos, no empeorar las cosas; es decir, que el remedio no sea peor que la enfermedad, peor no solo para la salud, porque no solo de salud vive el hombre. Todo esto sin subestimar el desasosiego que angustia a muchos clínicos, particularmente a los que trabajan en las UCI de los hospitales.
Los lectores interesados pueden consultar el texto "Por, incertesa i culpa davant la COVID-19 (epidemiologia, epidèmies i salut pública)". Un resumen en castellano es asequible en el blog de Juan Simó.
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