Ilustración de Paula Alvear, del poemario Arconte Enfurecido |
Por otro lado, los sistemas sanitarios privados y los enormes conglomerados de industrias farmacéuticas y tecnológicas basados en el lucro tienen intereses que cada vez se alejan más del bien común. Frente a ellos, los sistemas sanitarios públicos van hundiéndose lentamente, lastrados por la infrafinanciación, los recortes y la sobrecarga crónica de sus profesionales. Todo el mundo coincide en la complejidad de gestionar alternativas y nadie se atreve a implementarlas. Mientras tanto, los sistemas sanitarios públicos van fundiéndose como la mantequilla, viendo como se externalizan servicios, se precariza a los profesionales y se reconvierten y cierran unidades (salud pública y demás).
La situación es de bloqueo dado que no hay político que quiera arriesgarse a dar pasos que no tendrán rédito en votos, no hay gestor que se atreva con modelos novedosos, no hay profesional que tenga posibilidad de cambiar el sistema y no hay usuario que no quiera más por menos.
Por todas estas razones, tal vez haya que mirar el problema desde una nueva perspectiva.
El paradigma actual de las ciencias médicas tiene una base científica. Sin embargo asistimos, por un lado, a una corrupción de la ciencia manipulada por intereses mercantiles y, por otro, a una búsqueda de mayor eficiencia que deja de lado factores tan importantes como los humanistas. Es cierto que el progreso implica aumentar el beneficio económico y el bienestar, pero si nos atrevemos a meter en la ecuación el progreso ético tendremos que conseguir aumentar la compasión.
Toca revisar los valores. Y, de entre ellos, elegir qué es lo más valioso para que nos sirva de brújula y dejemos de vagar perdidos, atontados dentro de mercados que nos aturden con sus mensajes y nos impiden clarificar lo que verdaderamente es relevante para nosotros. La axiología tiene un componente personal y otro social, el primero es íntimo, el segundo público. Hoy los valores sociales están condicionados por los intereses del mercado, que domina tanto las esferas político-económicas como las sociales.
Se benefician el individualismo y la competitividad, el “más es mejor”, el consumir todo lo que uno se pueda permitir, el “yo primero, luego los demás”, la bajada de precios aunque perjudique a los trabajadores productores. El ganador se lo lleva todo y el pez grande se come al chico. Es el mundo que hemos construido con un puñado de conglomerados industriales que cada vez tienen mayor poder. Y los servicios sanitarios terminarán abducidos por esos conglomerados que cada vez serán más capaces de ofrecerlos a menor coste gracias al uso intensivo de tecnología y a la precarización de los profesionales sanitarios.
Lo único que puede revertir esta tendencia es la toma de conciencia social respecto al valor de las cosas. ¿Qué valor tiene la salud en mi vida? ¿Cómo me gustaría que me trataran cuando enferme? ¿Quiero relacionarme con máquinas, teleoperadores y profesionales sanitarios estresados o con profesionales que puedan dedicarme el tiempo de atención de calidad que necesito?
Pero, ¿qué sociedad será capaz de hacer frente a estos retos sin cultura, reflexión y diálogo? Por eso, más que quedarnos en la mera queja, por muy justificada que pueda estar, es cada vez más perentorio favorecer dinámicas que propicien la información correcta, la visión crítica y la toma de conciencia.
La ética, la comunicación y la narrativa pueden servir de ayuda y hay que conseguir revertir la complejidad del debate sanitario para que, en un lenguaje comprensible para la sociedad en general, sean lo que determine si el barco aguanta o termina hundiéndose.
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