Aunque seguimos en el huracán pandémico, el tiempo transcurrido desde la primera ola nos permite un análisis con perspectiva. Se cometieron errores durante la gestión de la misma y, a la vista de la situación actual, podríamos concluir que no hemos aprendido mucho. Sería complicado aunar un criterio de actuación porque tenemos opiniones diferentes sobre el modo de corregir, afrontar o esquivar los errores cometidos. Cada uno de nosotros probablemente implantaría medidas correctoras distintas a las actuales. Todos tenemos un epidemiólogo en lo más profundo de nuestro ser.
Sin embargo, hay una cosa en la que la mayoría nos pondríamos de acuerdo dado que la primera oleada ha puesto de manifiesto algo que ya conocíamos, pero que en ocasiones obviamos: la importancia de las personas, de sus sentimientos y de sus emociones.
Durante estos meses de malas noticias y dolorosas pérdidas hemos aprendido ‒o deberíamos haber aprendido‒ a gestionar emociones. El empresario ha sentido pena e impotencia al exponer a sus trabajadores la necesidad de un ERTE. Los abuelos entristecían en la soledad sin poder ver a sus nietos. Los padres recurrían a cuentos para explicar a los más pequeños por qué no podían ir al parque y ver a sus amigos.
Empatía para vehiculizar emociones
Pero si alguien ha tenido que sacar lo mejor de su capacidad de empatizar y gestionar sentimientos han sido los clínicos. Entendiendo en este caso como “clínico” a como cualquier profesional dedicado al cuidado de los pacientes. Esta es una apreciación magnífica que encontré en el libro La rebelión de los pacientes, de Víctor Montori, que todos los integrantes del colectivo sanitario deberían leer.
Cierto es que a diario los profesionales de la salud afrontamos momentos que nos exigen ponernos en la piel del paciente, lo que nos ayuda a comprender su situación, establecer un sistema de comunicación y generar un vínculo que favorezca un camino común durante la evolución de su patología. La escucha del paciente es uno de los pilares de la medicina basada en el valor (MBV) y se ha demostrado que mayores niveles de empatía mejoran la satisfacción del paciente y el cumplimiento terapéutico. También se han correlacionado con menor estrés y burnout del personal sanitario. La relación empática no solo mejora el bienestar psicológico de ambas partes, sino que además nos protege de los errores asistenciales y de las demandas legales. Existen además trabajos que extrapolan las bondades de la empatía no sólo a las personas que empatizan sino al conjunto de la sociedad.
Cuando uno es o ha sido paciente, percibe lo importantes que son los pequeños detalles en la relación con su médico. El lenguaje no verbal como, por ejemplo, si nos mantiene la mirada al hablar o si resta importancia a un hecho traumático para nosotros… En general, la importancia de la inteligencia emocional de nuestros clínicos es un factor tan determinante que a muchos pacientes los lleva a cambiar de profesional. Es llamativo que, siendo una característica de tanto peso en la relación médico-paciente, se le dedique tan poco tiempo en nuestra formación. En el acceso universitario a una carrera sanitaria prima el coeficiente intelectual sin tener en cuenta el coeficiente emocional. Cuando llegan al MIR, los médicos licenciados conocen perfectamente el intercambio iónico en la nefrona y, sin embargo, es probable que hayan oído poco sobre la identificación de las emociones y la habilidad para comunicarlas. Cada vez son más los autores (artículos 1 y 2) e instituciones que reclaman la enseñanza de la inteligencia emocional en la formación médica.
Tengo la impresión de que en las facultades de medicina formamos buenos “MIRólogos” y durante la residencia se forma a excelentes técnicos, pero lo que la sociedad necesita son MÉDICOS.
Información vs infoxicación
No menos importante para el gobierno de las emociones es la información que vamos a compartir con los pacientes y familiares. En esta pandemia ha sido otro factor crucial. Ha habido demasiada información, demasiada desinformación y, sobre todo, mucha infoxicación.
Desde algunos sectores se han empeñado en maquillar, disfrazar y, en el peor de los casos, manipular la verdad sobre la situación de la pandemia para que esta fuera más digerible. De ahí a la mentira hay una distancia muy corta. Pero poco debería importarnos esta actitud de los medios de comunicación o de lobbies políticos en nuestra relación con el paciente si no fuera porque hay autores que han demostrado que la visualización de procedimientos realizados de forma errónea dificulta el correcto aprendizaje de como hacerlo bien. Un estudio sobre la empatía médica demostró que los estudiantes que tenían House como serie preferida empatizaban menos con sus pacientes, precisamente porque habían preconcebido un modelo contradictorio a través de la pantalla.
Al paciente es razonable ofrecerle información progresiva que sea tolerable según su situación clínica y anímica. Pero la información ha de ser siempre real y veraz. La mayoría de las personas son maduras intelectualmente y capaces de asimilar la información que solicitan.
Para que nuestros clínicos puedan empatizar y desarrollar bien su labor también necesitan que les ayudemos a gestionar sus emociones. La gestión de estos sentimientos permite, entre otras cosas, la fidelización a un jefe, a un compañero o a una empresa. Está demostrado que los trabajadores contentos no solo son más productivos, sino que generan un contagio emocional positivo en la organización que mejora la actitud del resto de profesionales. Estudios diversos han confirmado que en los grupos la esperanza predomina sobre el miedo. Debemos ser rigurosos y objetivos, lo que facilitará nuestra protección, pero sin perder el optimismo y la esperanza que nos ayude a mantener la mente en forma.
Estos tiempos difíciles que atravesamos han hecho aflorar el humanismo en la sociedad. La adecuada gestión de los sentimientos en las personas que sufren y la elección del modo y cantidad de información que les aportamos, son una manera clave de mejorar nuestra actividad profesional.
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