Jordi Varela
Editor
James Lind, un médico escocés del siglo XVIII enrolado en un barco de la armada británica, tenía entre ceja y ceja descubrir un tratamiento efectivo para el escorbuto, una enfermedad provocada por el déficit de vitamina C, que castigaba las tripulaciones desde la antigüedad y se hizo tristemente famosa entre los marineros de las numerosas expediciones que iban y venían por los océanos en tiempos de descubrimientos y conquistas. Para conseguir su objetivo, Lind elaboró un diseño de ensayo clínico encomiable, probablemente el primero de la historia de la medicina. Seleccionó a varios marineros enfermos de escorbuto y, de forma controlada y por parejas, los sometió a diversos tratamientos: agua de mar, vinagre, nuez moscada, cítricos, etc. Con esta sencilla metodología prospectiva, Lind observó que los pacientes que tomaban cítricos sanaban, mientras que los otros no. Publicó su trabajo en 1753, en un documento donde explicaba cuál debía ser la prevención y el tratamiento del escorbuto, pero nadie le hizo caso, y no fue hasta cuarenta y dos años y cien mil muertos más tarde, que la armada británica no adoptó las recomendaciones de Lind.
Ignaz Semmelweis, un obstetra y cirujano del imperio austro-húngaro, en 1847, en la Maternidad del Hospital de Viena, observó que en la Clínica I, atendida por obstetras, las parteras morían de fiebre puerperal hasta cinco veces más que en la Clínica II, atendida por matronas. Gracias a su espíritu perspicaz, Semmelweis se dio cuenta de que un patólogo del hospital murió tras pincharse un dedo mientras hacía una autopsia de una mujer que había muerto de fiebre puerperal y, en este hecho, intuyó la transmisibilidad mediante lo que llamó “partículas de cadáver.” El hecho era que en la Clínica I muchos de los estudiantes que practicaban partos habían ayudado previamente a las autopsias y, de acuerdo con los estándares de la época, no se habían lavado las manos al pasar de una sala a otra, mientras que en la Clínica II, la dedicación de las comadronas era exclusiva. La explicación de la variabilidad de resultados entre las dos clínicas apareció, pues, clara a los ojos de Semmelweis y, por eso, ordenó que, antes de cada parto, los obstetras se lavaran las manos con agua y jabón y que, además, se las desinfectaran con clorina. Los resultados no se hicieron esperar y la fiebre puerperal de la Clínica I cayó en picado. Desgraciadamente, las tesis higienistas de Sommelweis no fueron admitidas hasta después de su muerte, cuando Louis Pasteur confirmó la teoría de los gérmenes patógenos, pero en ese intervalo muchas mujeres habrían podido salvar la vida si los médicos de la época hubieran bajado del pedestal y hubieran aceptado la realidad de los resultados publicados por Sommelweis.
El freno a las innovaciones también en el mundo de hoy
Instalados en una sociedad que valora el progreso, ahora nos es fácil criticar las actitudes reaccionarias de las autoridades académicas de los siglos XVIII y XIX, pero quizás sería bueno que abandonáramos el cofoísmo y, por el contrario, pensáramos en la pasividad con la que estamos aplicando innovaciones emergentes, muchas de ellas con resultados ya probados, como las decisiones clínicas compartidas, la concentración de las cirugías complejas en centros de excelencia, la reversión de prácticas clínicas poco valiosas, la potenciación de la atención primaria, la metodología geriátrica en los pacientes frágiles ingresados en los hospitales o la integración multidisciplinar social y sanitaria.
Visto esto, uno se pregunta, ¿de dónde surge tanta pasividad en una sociedad que, por otra parte, venera el progreso? Muchos dicen que la culpa es de los políticos, otros de los corporativismos, otros de los sindicatos, etc. Todo el mundo tiene un culpable preferido, pero por desgracia la realidad es bastante más compleja, ya que los sistemas sanitarios se han convertido en un entramado multifactorial de intereses fragmentados y de pesadas burocracias; una telaraña que, por sí misma, atenaza a todos los actores de un juego donde se hacen muchas declaraciones a favor de la innovación, al tiempo que se vigila que nadie sacuda el tablero, no fuera que se movieran las fichas.
Las autoridades académicas del pasado frenaban la ciencia para conservar la silla en un mundo contrario a las reformas, mientras que los responsables de los sistemas sanitarios de hoy no aplican valiosas innovaciones para preservar los delicados equilibrios de unas sillas volátiles.
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