viernes, 29 de marzo de 2019

¿Cuándo resolveremos las enfermedades mentales?









Un reciente artículo en The New York Times revisa la realidad de las expectativas depositadas en la psiquiatría biológica, que en las últimas décadas debía aclarar muchas incógnitas en salud mental. La identificación de anomalías en el cerebro explicaría la aparición de una gran variedad de trastornos mentales, pero esas expectativas no se han cumplido ni es probable que se cumplan en los próximos años.

La psiquiatría que se desarrolló en el mundo árabe de la alta edad media abordó por primera vez en la historia el tratamiento holístico de la enfermedad mental en términos humanos y humanitarios. Fue también en ese contexto donde se desarrollaron diversas clasificaciones de los trastornos mentales. Se inició así una historia llena de aciertos y errores, entre los que se dieron teorías vacías y culpabilizadoras, y también machistas como la de la ”madre esquizofrenógena”. Apareció en 1980 el manual de clasificación de los trastornos mentales DSM III como transformador de la realidad de la salud mental y como gran impulsor de la misma, que pretendía terminar con la anarquía diagnóstica y con las explicaciones exclusivamente psicológicas de los trastornos mentales para empezar así a tender puentes entre la clínica y la investigación. 

Este esfuerzo racionalizador simplificó la comprensión de la enfermedad mental creando compartimentos diagnósticos fácilmente identificables. A su vez, los investigadores podían sistematizar sus hallazgos y relacionarlos con los resultados de las técnicas diagnósticas cada vez más sofisticadas como la neuroimagen o los estudios genéticos. También señalaban la diana terapéutica de un creciente arsenal de psicofármacos en constante desarrollo. Y el vocabulario se hizo sencillo, asequible y se extendió profusamente al resto de la sociedad, utilizándose hoy en día términos como “bipolar“ de forma amplia y en los contextos más diversos. A pesar de lo necesaria que fue en su momento esta ordenación, partió con limitaciones en su intento de sistematizar lo complejo de la psique humana, siendo la inflación diagnóstica su peor consecuencia.

Vivimos en una sociedad muy homogeneizadora y con tendencia a etiquetar cualquier comportamiento que se desvíe de lo socialmente aceptado como normalidad, lo que de hecho esconde una intolerancia a la diferencia o diversidad individual. Esto es, para defendernos de la ansiedad que nos produce lo distinto, tendemos a utilizar prejuicios y a estigmatizar. El estigma puede alcanzar formas tan sutiles como una actitud paternalista o un ofrecimiento de ayuda que no se ha pedido, y afecta tanto a como te ven los demás como a la propia percepción de uno mismo. El reconocerse como enfermo conlleva una disminución de las expectativas y una minusvaloración de las propias capacidades. 

Este desarrollo en salud mental ha ido acompañado de una gran inversión económica, tanto por lo que respecta a investigación como a la aparición de nuevos tratamientos farmacológicos. Sin embargo, este enorme desembolso no parece proporcional a los resultados prácticos y en salud obtenidos. Hasta el momento no se han objetivado correlatos anatomopatológicos o funcionales claros en los trastornos mentales y, en caso de hallarlos tampoco, se ha demostrado una evidente traslación al tratamiento en un contexto clínico real. Tanto es así que no podemos hablar de “esquizofrenia” sino de “esquizofrenias” y entidades como la depresión no son entendibles sin un correlato personal y cultural, donde no podemos olvidar la perspectiva de género. Esto no quiere decir que no haya importantes avances en el campo de ciencias como la genética, sólo que hoy en día tan solo son una promesa y carecen de aplicabilidad clínica inmediata. Entre las actuaciones más prometedoras está el tratamiento genético en trastornos como el autismo, aún lejano a nuestra realidad actual.

La herencia genética desempeña un papel importante en el desarrollo de los trastornos mentales, aunque en numerosos casos no deja de ser más que una predisposición. De manera similar se comporta el modelo de enfermedad mental basado en alteraciones en el balance de los neurotransmisores, muy aplicable al desarrollo de nuevos fármacos y no tanto a mejorar la comprensión del sufrimiento humano. Probablemente la respuesta a los problemas que no encajan bien en la corriente puramente biologicista no sea hacer más de lo mismo y seguir aumentando la inversión en nuevas tecnologías. El desafío actual para los científicos es trabajar no solo desde arriba hacia abajo, como expertos en la materia y poseedores del conocimiento, sino también de abajo hacia arriba, guiados por el discurso de personas que padecen una enfermedad mental y ponen en marcha sus recursos propios o los de su entorno para superarla.

Desde la experiencia del paciente podemos enfocarnos más hacia los resultados en salud que realmente tienen importancia para él, como experto en un proceso en el que puede haber sido mal entendido y, en ocasiones, maltratado. Pero esta es también el tipo de experiencia que los investigadores necesitarán si esperan construir una ciencia que describa de manera más real la plenitud del sufrimiento mental humano. La combinación de aspectos cuantitativos y cualitativos de la persona que sufre un trastorno mental, y el esfuerzo por comprender su proceso y su capacidad de recuperación, deben marcar el futuro de la ciencia.

Bibliografía: Allen Frances, ¿Somos todos enfermos mentales? 1ª ed. 2014. Editorial Ariel.
Ver post: "¿Somos todos enfermos mentales? a propósito de Allen Frances"

2 comentarios:

  1. La medicina del cuerpo?la medicina del alma? Las influencias de la sociedad en la patologia . No todo es biologia...ni todo es filosofia

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