Stephen Savage. The New York Times. 7 de abril de 2020. |
Pero a pesar de tantos esfuerzos como se han dedicado a ir desvelando las incógnitas que caracterizan esta pandemia, persisten multitud de interrogantes, de modo que la incertidumbre, y hasta la confusión, dominan todavía el panorama. Y aun cuando vayamos limitando paulatinamente la ignorancia, al ritmo que requiere contrastar las explicaciones aportadas por el conocimiento científico, es verosímil suponer que una comprensión total está fuera de nuestro alcance. Lo que algunos denominan "incertidumbre radical".(1)
Esto nos lleva a pensar que tal vez lo que en el Paleolítico fuera deseable, puesto que permitía sobrevivir (y reproducirse) a los más temerarios incluso si sus decisiones eran inadecuadas, porque no decidirse era en general peor,(2) en nuestras circunstancias puede que no lo sea tanto ya que dudar tiene algunas ventajas, entre las cuales destaca no dar por buenas explicaciones erróneas o, por lo menos, mejorables. No solo esas ventajas, como nos recuerda Victoria Camps en su Elogio de la duda.(3)
De ahí la conveniencia de asumir la ignorancia y la incertidumbre y, sobre todo, saber gestionarlas en nuestro provecho. Tratando de desvelar nuestro desconocimiento, pero sin avergonzarnos de ello ni disimularlo, porque negando la ignorancia es mucho más difícil superarla. Y admitiendo que tal vez nunca consigamos entenderlo todo... de casi nada. Lo cual no debería llevarnos a la resignación ‒que no deja de ser rendición‒, sino más bien a velar por que nuestra reacción a lo desconocido no nos perjudique o, lo que es lo mismo, que el remedio no sea peor que la enfermedad, como sucede con algunas de las medidas preventivas actuales. En ocasiones porque son desproporcionadas y en otras porque no se llevan a cabo adecuadamente, ya sea porque su práctica es incorrecta y a menudo también inapropiada, como si se tratara de talismanes o amuletos, o porque no siempre las adoptamos con suficiente sensatez y sentido común.
Limitaciones que hacen más difícil convivir con la pandemia y que, al menos en parte, se podrían superar mediante una gestión conveniente de la incertidumbre. Pero las dudas nos desasosiegan y, lo que es más importante, reconocer que las experimentamos ‒igual que admitir la ignorancia‒ merece habitualmente el reproche, cuando no el desprecio, de los colegas. Reclamar de nuestras autoridades legítimas y de nuestros expertos que reconozcan directamente lo que no saben y lo que no tienen claro quizás sea demasiado pedir.
Aunque un reciente artículo(4) publicado en JAMA abre la puerta a esta posibilidad, puesto que en una encuesta a una muestra representativa de 3.182 personas residentes en Alemania y mayores de 18 años, que ha obtenido más del 70% de respuestas válidas, la mayoría de ellas expresa su preferencia porque se asuman las incertezas en la comunicación sobre la pandemia de COVID-19.
Para los que se reconocieron particularmente escépticos sobre la idoneidad de las medidas gubernamentales de contención, una comunicación que no esconda la incertidumbre les resulta, al menos en intención, más motivadora. Unos resultados que han sorprendido a los investigadores ya que la impresión más extendida es que reconocer públicamente la incertidumbre aumenta la incomodidad y disminuye el cumplimiento de las recomendaciones consecuentes. Aunque tal impresión quizás refleja más la zozobra de los comunicadores, de las autoridades y de los expertos que la del público en general.
Bibliografia
Cuanta razón. Como en todos los aspectos de la vida, la ciencia de la medicina tampoco es exacta. La duda sobre lo desconocido y la ignorancia nos lleva al progreso, mientras que la resignación a la rendición.
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