lunes, 8 de febrero de 2021

Decisiones compartidas al final de la vida

Paco Miralles
Nos omnes male



María era una señora entrañable a la que controlaba clínicamente desde hacía más de dos décadas. En este periodo nos dio tiempo a conocernos bien. Habíamos comentado en varias ocasiones como actuaríamos (hablaba en plural) si a ella le diagnosticaban alguna vez una enfermedad incurable o terminal. No le gustaría pasar el final de sus días, a ser posible, en un hospital. Prefería estar en casa rodeada de los suyos. Era una persona religiosa y quería recibir asistencia espiritual antes de irse de este mundo. Llegó el momento a sus 88 años. Estuvo en tratamiento paliativo domiciliario algunos meses. En el último mes comenzó a declinar sin vuelta atrás. Unos días antes de llegar al final de su vida me pidió ver a un sacerdote. Me sorprendió. ¿Tenía que encargarme yo de esto si estaba allí su familia? Fue una lección para mí. Conmigo había pactado sus últimos días, era parte de su tratamiento. Igual que me solicitaba un incremento de dosis para el dolor, quería que le buscara alivio espiritual. Para ella quizás más importante que la molestia física.(1)

Todos los médicos hemos vivido con nuestros pacientes, y cerca de sus familiares, situaciones de final de vida. En algunas especialidades es algo muy común. La población en general nos identifica con la curación y la vida, pero no se le escapa que también estamos muy cerca de la muerte. Es algo a lo que desgraciadamente nos acercamos muy a menudo. 

Para nosotros es normal indicar un determinado procedimiento quirúrgico o revelar un diagnóstico. Lo hacemos habitualmente con soltura e intentamos explicarlo de forma llana, sin tecnicismos, para que el enfermo lo asimile. Le demostramos que estamos preparados técnicamente. Respondemos a sus preguntas para generarle confianza acerca del procedimiento previsto. Sin embargo, solemos demostrar falta de entereza para dialogar con el enfermo sobre el final de su vida. No solo no propiciamos estas conversaciones, sino que en la mayoría de las ocasiones las rehuimos. Se ha publicado que tan solo la mitad de los pacientes que querían manifestar sus preocupaciones trascendentales pudieron hablar de ello con su médico. Como se recoge en este trabajo, los clínicos tendemos a cambiar de tema y reconducir la conversación a aspectos médicos cuando se aborda el tema religioso con familiares de pacientes graves. En general, estamos poco preparados para afrontar un tema que preocupa a muchos de nuestros pacientes como muy bien se señala en este post.

A pesar de intentar no involucrarnos, a muchos enfermos les importa en gran manera. Hasta un 70% de los que se acercaban al final de la vida querían que su médico conociera sus tendencias espirituales según un reciente trabajo publicado en JAMA. Esto hacía que se sintieran mejor atendidos. Los pacientes que no ven satisfechas sus necesidades espirituales califican la asistencia recibida como de peor calidad. Es un parámetro importante a tener en cuenta ahora que tanto nos preocupa y ocupa la experiencia del paciente. 

La brecha existente entre lo que el paciente desea y recibe es una imagen especular de lo que ocurre con los clínicos. En este artículo, el 80% de los médicos de UCI creían que indagar sobre las preocupaciones religiosas de los pacientes era su responsabilidad. Además, reconocían no sentirse incómodos cuando estos temas se abordaban con el paciente o la familia. Sin embargo, a pesar de todo ello, solo el 14% lo ponía en práctica. Este trabajo puso de manifiesto que cuanto menor es el número de años de experiencia, mayor dificultad encontraban los clínicos para dialogar sobre aspectos espirituales. Una vez más, estoy convencido de que parte de la solución queda algo atrás: deberíamos plantearnos si a nuestros alumnos, en las facultades, les estamos enseñado a abordar bien la comunicación con el paciente.

Los beneficios de contar con un final asistido en lo espiritual van más allá de la experiencia del paciente. Los familiares también quedan más confortados en el duelo y presentan menor índice de depresión tras el fallecimiento. Existen además beneficios colaterales para el sistema sanitario puesto que estos enfermos tienen una tasa inferior de mortalidad en UCI y menor número de procedimientos agresivos a expensas de una mayor utilización de cuidados paliativos. En conjunto son enfermos menos onerosos y, tratados más adecuadamente, el coste medio de la atención al final de su vida es más reducido

Desde este blog se ha expuesto en múltiples ocasiones la importancia de las decisiones compartidas (posts 1, 2, 3). Es una forma adecuada de compensar el desequilibrio de conocimiento entre las dos partes y evitar una respuesta viciada. En las decisiones asistenciales, el saber del clínico es muy superior al del paciente, pero en muchas ocasiones sabemos poco de lo que realmente le importa. En ocasiones decidimos por él y en otras no le dejamos que lo haga. Parece que más pacientes de los que imaginamos necesitan que les ayudemos en el momento más difícil de su enfermedad y muchas veces no se lo ponemos fácil. En un artículo de JAMA, el 94% de los encuestados se mostraron de acuerdo en que, en el final de sus días, el médico les preguntara por sus creencias y si deseaban asistencia espiritual. Creo que preguntar no es ofender y quizás deberíamos tener presente que muchos enfermos quieren y esperan que les preguntemos. Puede que les defraudemos si no lo hacemos.

1. Es un caso clínico real. El nombre de la paciente es figurado. Agradezco a su familia la autorización que me ha otorgado para su publicación.


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