viernes, 6 de junio de 2014

El médico que no sabía detener un tratamiento


Ash Paul es un epidemiólogo británico, muy activo en las redes, que con este tweet nos abre el acceso a un caso redactado por la Dra. Diane Meier, Directora del "Center to Advance Palliative Care" y profesora del Departamento de Geriatría de la Facultad de Medicina del Hospital Mount Sinai de Nueva York. El artículo ha sido publicado en la sección "Narrative Matters" de Health Affairs y el Washington Post, y como yo también creo que la narrativa importa, y el caso lo merece, les facilito una traducción:

En mi consulta de atención paliativa recibí la visita de una mujer elegante, esbelta y rubia. Era evidente que su aspecto no tenía nada que ver con el de la clientela habitual. Se trataba de una psicóloga clínica de poco más de 50 años que hacía 6 que había sido diagnosticada de un cáncer de pulmón, que no era de célula pequeña, en estadiaje 4. La paciente recibió tratamiento quirúrgico, quimioterápico y radioterápico, y con cada nueva recidiva, que tuvo unas cuantas, el oncólogo siempre tenía a punto un nuevo tratamiento, que afortunadamente funcionaba. Con todo ello, la paciente pudo mantener su ajetreada actividad profesional y su expectativa era conseguir revertir la sentencia de muerte por una enfermedad crónica.

Dadas las circunstancias, no entendí por qué me había venido a encontrar a mí. Normalmente los pacientes me buscan cuando tienen dolor, fatiga o ahogo, y era evidente que aquella mujer no tenía ninguno de estos síntomas. Cuando le había manifestado mi duda, me aclaró que tenía un carácter muy controlador: "Estoy más tranquila si planifico lo peor". El problema de esta paciente era que, con el tiempo, se había dado cuenta de que esta era una especie de conversación que no podía tener con su oncólogo. El hombre era incapaz de afrontar preguntas del tipo "¿Y si las cosas se tuercen?". Y aún peor, cada vez que la paciente le agobiaba con preguntas de este tipo, la reacción del médico era sorprender con un nuevo tratamiento. "Ya verá cómo éste irá bien, y así no será necesario que piense tanto".

Me ofrecí a hacer equipo con su oncólogo para garantizar que sus terapéuticas tuvieran, a partir de ese momento, más en cuenta la manera de ver las cosas de la paciente. La entrevista fue provechosa porque la mujer tenía ansiedad y hablamos largamente sobre las diversas maneras de afrontar el final de vida, de la clase de síntomas desagradables que quizás llegarían y de cómo podríamos tratarlos. También hablamos de la eventualidad de tener que ingresar algún día en un centro de cuidados paliativos, si se diera el caso de que en casa no se pudiera garantizar la atención continuada de enfermería que quizás el tratamiento de síntomas requeriría.

El proceso clínico de mi nueva paciente se mantuvo estable durante el año siguiente, hasta que comenzó a tener dificultades para concentrarse en el trabajo. Entonces descubrimos que había desarrollado una metástasis cerebral y, de acuerdo con el oncólogo, le prescribí corticoides, con el fin de reducir la inflamación alrededor del nuevo tumor, y un psicoestimulante para mejorar su estado de humor. Con ello, la paciente pudo mantener una cierta actividad profesional, aunque un poco más reducida. Hasta que al cabo de unos meses, ese tratamiento paliativo ya no fue suficiente y los síntomas neurológicos empeoraron. Entonces el oncólogo se sacó un nuevo conejo de la chistera con una pauta de quimioterapia intratecal, lo que me forzó a llamarle: "¿Dónde quieres ir a parar con esto?" En el otro lado del hilo se hizo un silencio, hasta que terminó admitiendo que ya no sabía qué hacer con aquella paciente y que se había visto moralmente obligado a poner algo en la mesa porque no quería que ella pensara que tiraba la toalla.

Al colgar, pensé que muchos oncólogos sólo saben demostrar el compromiso que tienen con sus pacientes ofreciéndoles más y más tratamientos, y este caso era un claro ejemplo. ¿Cómo podía ser que aquel médico no fuera capaz de entender que estaba tratando a una mujer madura con ganas de implicarse en las decisiones del proceso clínico? La respuesta era clara. Mi colega no había sido formado para abordar profesionalmente el final de vida de los enfermos. Era un hombre de éxito y, lógicamente, no estaba preparado para el fracaso.

Cuando la paciente, finalmente, ingresó en la unidad de cuidados paliativos me pidió que avisara al oncólogo, que lo quería ver por última vez para darle las gracias por tantos años de trabajo clínico con ella; y qué curiosa que fue la respuesta del colega cuando lo llamé. Me dijo, algo contrariado: "Si insistes vendré, pero que quede claro que ya no hay nada que yo pueda hacer por ella".



Pienso que para superar la medicina "fracturada" y evolucionar hacia una práctica basada en el valor de la salud, debemos alegrarnos de lo que nos contaba el pasado miércoles el Dr. Marco Inzitari de que en las facultades de medicina ha comenzado la enseñanza de la geriatría y de los cuidados paliativos. A ver si así avanzamos. 

Jordi Varela
Editor

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