Existe consenso en que la sobreprescripción de fármacos se ha convertido en un problema de salud pública de primer orden, tanto por sus efectos en la salud como por sus repercusiones presupuestarias. Se menciona con frecuencia el caso de la “epidemia” de opiodes en Estados Unidos, sin olvidar el del abuso de benzodiacepinas (especialmente) durante el tratamiento hospitalario, o el de la pérdida de eficacia de los antibióticos por el desarrollo y selección de bacterias resistentes a los mismos por un uso inadecuado y excesivo. Los métodos tradicionales para combatir estos problemas han consistido en intentar educar tanto a la profesión médica como a los pacientes, en entrenar a los prescriptores o en revisar las prácticas prescriptoras y crear sistemas de alerta automatizados. Sin embargo, aunque en algunos casos estas medidas han tenido un éxito relativo a corto plazo, también han demostrado no ser coste-efectivas, perder eficacia a medio plazo y ser de difícil traslación a intervenciones de gran tamaño.
Frente a este enfoque, las ciencias del comportamiento tratan de comprender las razones individuales que existen detrás de la persona que ejerce o padece la sobreprescripción para ofrecer soluciones baratas, efectivas y escalables. Este tipo de medidas se alimenta del estudio psicológico sobre las motivaciones de los prescriptores (y hasta cierto punto también de los pacientes). Para ello, rediseña mecanismos de incentivos que fomentan un tipo u otro de comportamiento y también utiliza pequeños trucos psicológicos (nudges) que, sin entrar en cambios conscientes de las motivaciones de los individuos, pueden modificar sustancialmente un comportamiento inconsciente. Aunque mi área de investigación se centra más en el diseño de incentivos que apelen a motivaciones psicológicas, hoy quiero centrarme, por su relevancia y notoriedad actuales, en el segundo tipo de medidas, los nudges.
Los nudges como instrumento de cambio
La principal idea que existe detrás de un nudge es que no todas nuestras decisiones son conscientes y buscan la mejor opción. Es decir, nuestras acciones no siempre reflejan lo que nos parece mejor para nosotros mismos o para los demás, sino que gran parte de nuestras decisiones utilizan pequeños atajos, intuiciones o reglas generales (rules of thumb) que las simplifican. Aunque este sistema es muy eficiente, está expuesto a errores sistemáticos: los sesgos cognitivos. Afortunadamente, estas reglas de decisión, básicas y no necesariamente conscientes, son fácilmente sustituibles por otras que alteran radicalmente el comportamiento.
Pongamos algunos ejemplos. En ocasiones, nuestras decisiones se basan en simples comparaciones con grupos de referencia, como colegas de profesión, que nos influyen e importan más de lo que estamos dispuestos a admitir. En otras ocasiones, la referencia es lo que se acostumbra a hacer, la opción por defecto, por lo que ni siquiera nos planteamos modificar nuestro comportamiento… a no ser que se cambie por una nueva opción por defecto. En otras ocasiones, nos dejamos llevar por rutinas y así no gastamos en evaluar alternativas. Por último, otras veces simplemente ignoramos las consecuencias de nuestros actos, ya sea por desconocimiento o por desinformación.
Este tipo de comportamientos, relativamente automáticos, pueden ser potencialmente modificados con pequeñas intervenciones de bajo coste. Si los prescriptores se guían fundamentalmente por el comportamiento de su grupo de referencia, informarlos de que sobreprescriben con respecto a otros médicos que tratan patologías similares. Esto puede llevarlos a recetar menos un fármaco, tanto por la nueva información de la que disponen como por la amenaza implícita de que se están saliendo de la norma. En caso de que la opción por defecto no sea la adecuada, el cambiarla puede ser relativamente sencillo. Por ejemplo, las enormes diferencias en tasas de donación efectiva de órganos entre unos países y otros parece explicarse más por el hecho de que en aquellos en los que se donan pocos órganos es necesario realizar un trámite administrativo para declararse activamente donante, mientras que en los otros, la opción por defecto es que los ciudadanos son donantes a no ser que declaren activamente no querer serlo.
De forma similar, cuando se ignoran fármacos alternativos, la información sobre fármacos de efectos análogos puede hacerles más conscientes de otras posibilidades sin necesidad de afectar a la libertad de elección del facultativo. Otras medidas más coercitivas, como forzar al prescriptor a justificar por qué receta un determinado fármaco, pueden también hacerle considerar otras posibilidades. Además, si el problema es la ignorancia de las consecuencias de un comportamiento prescriptor, también se puede introducir un sistema automático de avisos con datos claros y relevantes sobre, por ejemplo, el problema de las resistencias antibióticas, el coste del uso indiscriminado de un determinado fármaco para el sistema sanitario, las posibles consecuencias para el prescriptor de tener un comportamiento anómalo o, incluso, la provisión de datos impactantes sobre resultados en salud.
Un nudge debe contener información relevante y sorprendente
La clave para que estas medidas sean efectivas es que introduzcan un cambio de referencia, es decir, que la información que contienen sea suficientemente nueva y sorprendente para que el facultativo la tenga en cuenta. Un hábito difícilmente se cambia con información que ya se conoce. Por ello es importante comprender cuál de los distintos tipos de comportamiento (comparaciones, rutinas, ignorancia…) es el que se puede afectar con mayor impacto. No obstante, existe también la posibilidad de utilizar un enfoque combinado que aporte todas las informaciones a la vez sobre el comportamiento distinto al de grupos de referencia, que provea alternativas e informe de las consecuencias de ciertos comportamientos.
En un reciente artículo del NEJM Catalyst se compara la efectividad relativa de distintos tipos de intervenciones para diversas patologías y fármacos. Uno de los mensajes principales de esta revisión es que no necesariamente existe un tipo de intervención que funcione en todos los contextos ni para todos los prescriptores.
Las reticencias a reducir la prescripción de un fármaco pueden deberse tanto a condicionantes de la patología o el tratamiento en sí, como a actitudes individuales de los médicos. Por ello, el mensaje principal de mi entrada es que no solo estemos abiertos a permitir pequeñas intervenciones psicológicas que puedan funcionar, sino que se facilite la evaluación rigurosa de las mismas. Experimentos sobre pequeños programas específicos que comprueben la eficacia relativa de distintas intervenciones a pequeña escala antes de dejarse llevar, de nuevo, por una regla automática que nos haga creer que lo que ha funcionado en un estudio específico funciona en otro.
Como expertos en salud habituados a los ensayos clínicos deberíamos estar más abiertos a la prueba y error para tomar decisiones basadas en la evidencia. Eliminar trabas burocráticas, facilitando y abaratando la realización de experimentos informados por la psicología sobre el comportamiento de médicos y pacientes, y a la vez compartir los resultados de forma sistematizada para que todos aprendamos de estas experiencias. Sin duda se trata de una estrategia ganadora.
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