La actividad física regular, el ejercicio dirigido, la prescripción social o las terapias cognitivas no hacen milagros, pero tampoco los hacen los medicamentos que se prescriben a diario en las consultas y, en cambio, los aceptamos como un mal necesario destinando 1 de cada 5 euros que gastamos en salud a pagar medicamentos que no siempre se toman, que no siempre producen los beneficios esperados, cuando no producen más daño que beneficio.
Resulta sorprendente que a la comunidad médica le cueste tanto aceptar el papel que las intervenciones no farmacológicas y en particular la actividad física deberían tener no solo en la prevención y el tratamiento de las enfermedades crónicas, sino también para combatir la fragilidad, en una población envejecida como la nuestra que, además, vive sumergida en un estilo de vida que tras la incesante búsqueda de la comodidad evita la realización de cualquier esfuerzo.