Retomando mi último post sobre la oportunidad biológica de morir, he querido compartir algunas hipótesis en este espacio. El título del presente post procede de una cita del escritor británico Aldous Huxley. Sí, el autor de "Un mundo feliz". La frase me remite a reflexionar sobre cómo hemos pasado de una visión gestáltica del paciente a una fragmentación tal que no nos permite ver al enfermo y su momento vital tal como él mismo lo ve.
En primera instancia, hemos conseguido dejar de morir comúnmente por enfermedad aguda. Ni el infarto ni el ictus ni las infecciones. Hasta el cáncer y el SIDA se han cronificado. Vamos aumentando la prevalencia de personas que han superado una lesión de órgano diana o bien que conviven con el cáncer y, con ello, van recogiendo por el camino más enfermedades, más medicamentos y nuevas complicaciones. Ha nacido el paciente pluripatológico, ha nacido la complejidad y en eso que ha llegado la senectud.
Desde el punto de vista profesional, al paciente lo atendemos desde la medicina de familia, la cardiología, la neumología, el fisioterapeuta, la enfermera, el farmacéutico, la gestora de casos, el internista o el geriatra en los ingresos; además del urgenciólogo, el ambulanciero, los auxiliares, el dietista, la trabajadora social, el psicólogo, el neurólogo…. No nos falta nadie ¿No?
Una vez aquí, desde el punto de vista del análisis de nuestros pacientes geriátricos y pluripatológicos con enfermedades crónicas en fase avanzada, realizamos una disección taxonómica exhaustiva en tantos planos como se pueda y así lo representamos en nuestros informes, mientras desgranamos los aspectos biológicos, laborales, funcionales, conductuales, patológicos, farmacológicos, psicológicos, fisiológicos, sociales, espirituales, instrumentales, tóxicos…. Se trata de realizar el análisis más preciso posible para tener la información necesaria a la hora de elaborar un razonamiento clínico al que no se le escape ningún detalle.
Desde el punto de vista de la organización asistencial, nuestros pacientes entran en los escenarios habituales como la consulta de su médico de familia, las consultas de los especialistas, el servicio de urgencias, el centro sociosanitario, pero también pueden recibir servicios en su domicilio a través del programa de crónicos, la teleasistencia y la telemonitorización, en la planta de hospitalización, unidades especializadas, hospital de día, centro de día o finalmente su residencia.
Asumámoslo, si algo va mal tendremos la información. Si alguien tiene que resolver algo, tendremos el conocimiento y las habilidades. Si tenemos que atender al paciente, habrá un entorno donde hacerlo, y los objetivos serán mejorar o mantener la calidad de vida, prolongar la supervivencia, evitar ingresos. A todo esto, pacientes, familiares y cuidadores se han acabado profesionalizando. En una especie de síndrome de Estocolmo, viven en un secuestro doméstico o institucional. A caballo entre la resilencia y la indefensión aprendida respecto de la enfermedad y la complejidad del sistema sanitario.
Las personas, a medida que progresan las enfermedades, se adentran en esa maraña que supone ocuparse de su enfermedad (que no de su salud ya). Horarios de visita, invasión de su intimidad, despersonalización de la identidad, toma de medicación, síntomas de cada patología, limitaciones físicas, opiniones del amigo o familiar de turno, segundas opiniones, terminología médica, formularios y documentos, trámites administrativos, legislación y derechos. Algunos hasta se hacen expertos.
Los cuidadores aguantan estoicos, muchos viven por y para el paciente, se bajan del tren de su vida para empujar un vagón que había quedado descolgado. Hacen renuncias, se forman y se conforman, pero también enferman. Buscan apoyos y válvulas de escape. Al final, cuando pasan muchos años, algunos se acaban despersonalizando, olvidándose de vivir su vida. Son cuidadores y, por mucho que esta condición se intente aliviar con descansos y grupos, se trata de una mutación de la personalidad.
En nuestro afán por vencer a la enfermedad, por ganarle años a la vida, paradójicamente nos enfrentamos a un distanciamiento progresivo de ella. Fragmentamos a la persona en tantas fracciones y categorías que la dejamos irreconocible. Hemos tenido que acuñar términos como la atención centrada en el paciente, como si tuviéramos alternativa. Pero paralelamente nos dotamos de múltiples escalas y clasificaciones que intentan leer una trayectoria en términos categóricos y no narrativos. Es como escuchar las distintas pistas de una grabación de estudio de un grupo musical. Cada una por separado puede ser incluso difícil de identificar como perteneciente a la obra coral que todos conocemos.
Hemos fragmentado mucho a nuestros pacientes y mantener el seguimiento e interpretación de tantos datos durante tiempo acaba provocando confusión. En ocasiones solo hacemos caso a las alteraciones de una de las pistas y no a la música en conjunto. Todos sabríamos identificar la canción, pero estamos entrenados para oír solo el instrumento que nos interesa, aquel que nos parece que desafina y queremos volver a afinar, como si quisiéramos que la canción no se acabase nunca, nos atascamos en un estribillo, se nos da bien, pero al final se repite demasiado. Lo que pasa es que una canción, para ser considerada buena, también ha de tener un buen final, el buen final hace que toda la canción sea mejor.
Por otro lado la voz del paciente se diluye, llega a estar desorientado con tantos referentes profesionales, está hiperatento a todo aquello que le enseñamos que hay que controlar y eso distrae su atención, si es que no ha sucumbido a un deterioro cognitivo de la estirpe que sea y ya no puede participar. Tanto pacientes como familiares o cuidadores también se han asomado a ese prisma que fragmenta la visión de un ser vivo en la suma de sus enfermedades y se generan expectativas. ¿Hasta donde podemos exprimir un órgano cuando ya está funcionando de manera crónicamente insuficiente? ¿Cuál es el próximo especialista en entrar en escena para conseguirlo?
Parafraseando a Huxley, podríamos decir que “con el avance de la ciencia médica, hoy en día hay pocos pacientes que se están muriendo, solo descompensando.” En el fondo, tanto pacientes como familiares también han dejado de reconocer la cara de la muerte, no solo los médicos. Ya no se parece a aquella muerte del anciano en la época del nihilismo terapéutico o de las muertes agudas. ¿Qué culpa tienen de no saberlo si además a los profesionales se nos hace cada vez más desconocida la frase “se está muriendo”?
Para finalizar, pienso que es prioritario que seamos capaces de seguir ofreciendo asistencia de calidad, con unos profesionales altamente competentes y un sistema sanitario robusto aportando vida a los años, pero que la complejidad no nos impida ver el bosque, sobretodo donde acaba éste. Por otro lado, nuestro deber es educar al paciente y a su familia a identificar las oportunidades biológicas de morir y no llevarlo a nuestro terreno desde donde la muerte es algo casi irreconocible. Debemos bajar nosotros y hablar con franqueza. Acertar el pronóstico a veces depende de cómo entendamos que el paciente quiere que sea y no como las publicaciones nos dicen que puede llegar a ser.
Creo que es Broggi el que sugería que una de las peores imágenes en medicina era la combinación de un anciano que está muriendo y un médico joven entusiasta ....
ResponderEliminarcoincido con tu comentario, pero ojalá ese entusiasmo se pueda canalizar hacia una asistencia de calidad y no mera aplicación de procedimientos sin tener en cuenta a la persona a la que se le aplica
Eliminartema peliagudo, pero comparto la opinión. Me ha gustado mucho el post.
ResponderEliminarGracias Ana
ResponderEliminarDesde el ingreso, el paciente debe recibir el "Trato Amable"
ResponderEliminarExcelente, abre la puerta para todo un debate filosófico e ideológico.
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