
José, de 85 años, vuelve a tener fiebre. Su esposa ya no se inquieta, pero sabe que lo que siempre le ha funcionado es llevar a su marido a urgencias. De camino escribe en el chat familiar que se van al hospital, pero que nadie se mueva hasta que le digan si ingresa o se queda en observación. Sus hijos viven en las afueras y siempre se ofrecen para que ella no tenga que pasar la noche al lado de José. La demencia ha hecho mella en José y todo es más complicado; sus infecciones de orina, que antes avisaban con síntomas reconocibles, ahora se han convertido en algo abstracto, pero la fiebre es la que siempre acaba activando a la familia. En el último año, José ha ingresado varias veces por procesos similares al actual que partían de infecciones de orina debidas a la patología urológica de base. Esta vez, a su llegada a urgencias, está peor a ojos de su esposa, pero no hay una alteración de las constantes y la analítica es bastante anodina, excepto un ligero empeoramiento de la función renal. Vuelta a empezar: como siempre, se inician el tratamiento antibiótico (guiado por el último antibiograma disponible) y la sueroterapia, el control de la fiebre y los cuidados de enfermería. Pero en esta ocasión, pese a desaparecer la fiebre, está postrado, probablemente por un delirio, no colabora con los cuidados, se arranca la vía periférica en varias ocasiones, se niega a comer y reaparece la fiebre. La familia no lleva bien la situación, José tampoco. Se informa a los familiares de que podría valorarse la realización de una prueba de imagen, comentar con urología e, incluso, realizar un procedimiento como colocar una urostomía si la sospecha es que exista un proceso obstructivo. No obstante, el deterioro que sufre José no se soluciona tratando solo el episodio actual, por lo que la familia y el equipo asistencial acuerdan hacer un intento más con algunos cambios en el tratamiento y, si no responde, asumir que se efectuará un tratamiento paliativo.