Para poder evaluar las instituciones sanitarias en función del valor que aportan hay que medir resultados en salud, pero los esfuerzos para lograrlo están dando frutos desalentadores. Las iniciativas de pago por objetivos van a la deriva en un océano de indicadores que no acaban de traducirse en nada demasiado operativo. Por poner algunos ejemplos, en los EEUU, CMS (Medicare y Medicaid) maneja casi mil indicadores para promover nuevos modelos de financiación (ver Health Affairs Blog "The Quality Tower of Babel") y, no tan lejos, en el último informe de la Central de Resultados de Cataluña (AQuAS) se contabilizan más de 300 indicadores. Todo hace pensar que los excesos de información no aportarán luz si antes no somos capaces de aclarar qué significa aportar valor a la salud de las personas y, para hacer comprensible esta afirmación, iría bien distinguir entre dos aproximaciones distintas:
El valor salud para los ciudadanos
Vivir mucho y hacerlo libre de discapacidad es un objetivo que compartiríamos la mayoría de los mortales, pero éste es un indicador que para los proveedores de servicios es poco útil, debido a que el impacto del sistema sanitario en la esperanza de vida apenas llega al 20%.
El valor salud para los pacientes
Cuando los ciudadanos enferman, el sistema sanitario toma protagonismo y pone en marcha procesos diagnósticos y terapéuticos, y entonces los objetivos de salud ya se pueden empezar a concretar, pero desgraciadamente todavía se está lejos de alcanzar un acuerdo científico de mínimos sobre cómo se debe valorar la calidad de los servicios sanitarios. Tanto la revista US News (The Honor Roll) como Iasist (Top20) utilizan indicadores de gestión y de calidad de procesos para seleccionar los mejores hospitales de sus respectivos países, mientras que John Wennberg propone, en cambio, valorar los hospitales en función de cómo tratan los pacientes crónicos en los dos últimos años de vida. Esto sólo para poner dos maneras muy diferentes de abordar el asunto del valor.
En este punto, quiero recordar la apuesta de Michael Porter para la definición de outcomes para cada proceso clínico específico (ver post: ¿Cómo se puede medir el valor salud?), y para ilustrar esta idea porteriana expondré un caso: cuando se elabora la cadena de valor de la atención de una patología de mal pronóstico, los promotores deben determinar si optan por objetivos de cuanta más vida mejor, o por cuanta más calidad de vida mejor; y es evidente que según se elija una u otra opción se obtendrán dos maneras distintas de actuar y dos maneras, también distintas, de medir los resultados.
En un mundo donde la información clínica circula como nunca nos habríamos imaginado, ahora nos damos cuenta de que no hemos debatido suficientemente, ni en el plano profesional ni en el social, sobre cuál es el valor que ciertas actuaciones clínicas aportan a la sociedad y, por ello, a pesar de que vivimos inmersos en una nube de indicadores, medir resultados en salud sigue siendo muy complicado.
Jordi Varela
Editor
El valor salud para los ciudadanos
Vivir mucho y hacerlo libre de discapacidad es un objetivo que compartiríamos la mayoría de los mortales, pero éste es un indicador que para los proveedores de servicios es poco útil, debido a que el impacto del sistema sanitario en la esperanza de vida apenas llega al 20%.
El valor salud para los pacientes
Cuando los ciudadanos enferman, el sistema sanitario toma protagonismo y pone en marcha procesos diagnósticos y terapéuticos, y entonces los objetivos de salud ya se pueden empezar a concretar, pero desgraciadamente todavía se está lejos de alcanzar un acuerdo científico de mínimos sobre cómo se debe valorar la calidad de los servicios sanitarios. Tanto la revista US News (The Honor Roll) como Iasist (Top20) utilizan indicadores de gestión y de calidad de procesos para seleccionar los mejores hospitales de sus respectivos países, mientras que John Wennberg propone, en cambio, valorar los hospitales en función de cómo tratan los pacientes crónicos en los dos últimos años de vida. Esto sólo para poner dos maneras muy diferentes de abordar el asunto del valor.
En este punto, quiero recordar la apuesta de Michael Porter para la definición de outcomes para cada proceso clínico específico (ver post: ¿Cómo se puede medir el valor salud?), y para ilustrar esta idea porteriana expondré un caso: cuando se elabora la cadena de valor de la atención de una patología de mal pronóstico, los promotores deben determinar si optan por objetivos de cuanta más vida mejor, o por cuanta más calidad de vida mejor; y es evidente que según se elija una u otra opción se obtendrán dos maneras distintas de actuar y dos maneras, también distintas, de medir los resultados.
En un mundo donde la información clínica circula como nunca nos habríamos imaginado, ahora nos damos cuenta de que no hemos debatido suficientemente, ni en el plano profesional ni en el social, sobre cuál es el valor que ciertas actuaciones clínicas aportan a la sociedad y, por ello, a pesar de que vivimos inmersos en una nube de indicadores, medir resultados en salud sigue siendo muy complicado.
Jordi Varela
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