Cuando hablamos de excelencia en la atención sanitaria podemos estar haciéndolo desde la asistencia que cada profesional brinda a sus pacientes hasta la perspectiva de las organizaciones territoriales donde trabajan. La actividad profesional sanitaria es extremadamente compleja y ser competente es realmente una labor titánica. Si tenemos en cuenta que además lo hemos de ser a lo largo de toda una vida profesional con un conocimiento cada vez más mutante y donde la lucha por generar evidencia y gestionar con eficiencia va en la dirección de una sociedad más informada, diversa y exigente, da hasta vértigo.
En el encuentro de un médico con un paciente se produce un choque
de trayectorias, de constructos, o sea, la suma de experiencias de nuestro
pasado individual y colectivo que nos hacen ser quien somos y como somos tanto
a los médicos como a los pacientes. La enorme asimetría que puede haber de
experiencias, conocimientos y expectativas de estos dos actores, hace que el
encaje parezca, a priori, improbable. Requiere de determinadas competencias
para que el encuentro vaya hilvanándose para construir un entorno de confianza
donde ambos confluyan.
El manejo de la patología siempre es un reto. Sabemos todos
que sobre todo, y ¡como mínimo! no
debemos hacer más daño con nuestra intervención, “primum non nocere”. Además debemos ser justos distribuyendo los
recursos en la población que nos es asignada. Pero en una medicina
de máximos, el respeto a la autonomía y el principio de beneficencia van
muy ligados a la satisfacción del paciente como parte de un resultado que
tiende a la excelencia del acto médico. La pregunta es: ¿Por qué cuesta llegar
a la excelencia? Visto desde la práctica diaria, ¿Qué obstáculos tenemos para
dar asistencia a la pluralidad de la población y las preferencias de cada
individuo?
En primer lugar nombraría la falta de formación de los
profesionales en la negociación con el paciente, conocer varias alternativas
para abordar un problema de salud para poder asesorar y ayudar a escoger. Más
allá de saber cuáles son las primeras, segundas y terceras líneas terapéuticas
según las limitaciones “técnicas” que nos plantea el paciente (véase alergias,
disfunciones de órgano o vías de administración), a menudo, no se enfatiza suficiente
que el paciente además tendrá mayor adherencia al tratamiento si se le permite
escoger un tratamiento u otro si existen varias alternativas factibles. En esta
línea, se debe añadir que en las facultades hablamos de patologías, no de
enfermos. Tenemos una visión mecanicista y protocolizadora de los procesos
patológicos sin aplicarla sobre nadie con las cargas vitales que nos hacen lo
que somos. Por otro lado, las habilidades comunicativas tienen un papel
fundamental. En las facultades, algunos estudios sugieren que estas habilidades
no solo no se adquieren, sino que empeoran las que traemos de casa antes de
formarnos.
Respecto de la asimetría de conocimientos entre
profesionales y pacientes, antes mencionada, aquí tocamos dos aspectos de una
sola vez. Por un lado, la capacidad y voluntad del profesional de explorar los
conocimientos que tiene realmente el paciente del proceso que se atiende. Esta
brecha o asimetría se puede interpretar como una oportunidad para volcar un
conocimiento que complete la visión del paciente sobre unas alternativas que
desconocía, o se puede reservar como una herramienta autoritaria y paternalista
del pasado. Por el otro, valorar la consciencia de los pacientes sobre el
origen del conocimiento que poseen. En estos dos aspectos hay un equilibrio que
se debe producir para que el profesional pueda identificar en el paciente que
atiende, si realmente es autónomo en su elección y no está decidiendo en base a
conceptos erróneos, ya sean adquiridos por experiencia propia, ajena o por
falsas concepciones sociales que llevan a falsas expectativas. Si llegamos a
este punto, la asertividad es la herramienta que debe entrar en acción para
corregirlas, generando confianza y no imponiendo el criterio como dogma caído
del cielo que provocaría rechazo. La ganancia que se produce cuando un paciente
parte con nulas expectativas de ser comprendido y respetado y se encuentra un
profesional empático, asertivo y con conocimientos contrastados que compartir
con su paciente es un tesoro que de por sí tiene un gran valor terapéutico, el
de construir una relación terapéutica sólida.
En segundo lugar hablaría de la falta de autonomía del
profesional. El manejo de la propia agenda, la provisión de servicios con
estructuras rígidas, eficientes pero que no permiten “trajes a medida”, no
hacen más que desmoralizar al profesional, que se frustra ante cualquier
intento de ponérselo fácil al paciente. Las organizaciones no pueden poner en
sus metas la excelencia, contratando profesionales excelentes, si después no
favorecen que éstos tengan capacidad real para gestionar recursos de forma
maleable y que encajen con las necesidades de los pacientes, tanto por
situaciones patológicas que así lo demandan, como por el individuo que detrás
tiene una vida y unos valores.
En tercer lugar, e íntimamente ligado con lo anterior, la
crisis de recursos, las ratios de personal, la uniformidad que persigue el
ajuste presupuestario y penaliza a los profesionales o los fiscaliza por cada
paso que dan, a veces con burocratización desincentivadora. En el tránsito de
un paciente por un centro de salud, el enlace de recursos tiene que comportarse
como las lianas que permiten a Tarzán ir atravesando la selva sin tocar el
suelo y en perpetuo movimiento. Hay pocas cosas que enerven más a
profesionales, pacientes y familiares que la tensa espera entre una prueba y
otra en el estudio de una patología o la demora en una valoración por un
especialista para poder tomar una decisión. Como médico has de encontrar una
fórmula para mantener la tensión narrativa cuando esto sucede. Pero al respecto
de la crisis, consideremos que estamos ante una insuficiencia crónica agudizada
de recursos, pero que en realidad nos habla de un modelo que entre todos
tenemos que reformar, pensando en los retos que actualmente no encuentran
solución, digámosles servicios, centros, unidades funcionales, hospitales… Los
hemos heredado de una medicina de agudos, pero a veces no sé que es más
resistente al cambio, si el hormigón de los edificios o las actitudes de
algunos sectores de la profesión.
En definitiva, nuestra profesión ha de tender a la atención
excelente, pero para ello se debe contar con un arsenal de competencias y un
entorno donde desarrollarlas para que lleguen a nuestra población de manera
efectiva. No vale ponerlo en los carteles de nuestras organizaciones y esperar que el maná caiga del cielo.
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