Antoni Peris
Derivas de cine
La magistral Drive my car (R. Hamaguchi, 2021) está avalada por una serie larguísima de premios, todos muy justificados. Yusuke Kafuku es un prestigioso director teatral que pierde a su mujer de forma repentina y a quien el montaje de una versión translingüística de Tío Vania de Chéjov lo forzará a una revisión de sus emociones. Hamaguchi tarda más de 30 minutos en introducir los títulos de crédito de la película para darnos a conocer la situación en la que estaban Kafuku y su mujer y, al mismo tiempo, dar a entender que sitúa al espectador y al protagonista en un nuevo tiempo donde trabajar el drama íntimo. La traslación de los textos de Chéjov a su realidad, por una parte, y la relación que Kafuku establece con Misaki, la chófer que se le asigna durante el montaje, por otra, van desarrollando los diferentes aspectos del luto. Lo hace con sutilidad no exenta de complejidad: la pérdida, en primera instancia, pero también el malestar por todo lo que no se hizo, que no se dijo y que tal vez hubiera hecho que la vida anterior fuera distinta. Y, como consecuencia de todo ello, la incertidumbre sobre la vida, sobre cómo vivirla, sobre cómo identificar segundas oportunidades... Drive my car es una de aquellas cintas humanistas donde la puesta en escena, los diálogos y el montaje retratan el alma con luces y sombras y donde la condición humana revela las debilidades y las fuerzas. Un triunfo artístico.
Tenemos también Mass (F. Kranz, 2021), que trata del encuentro entre dos parejas, una de las cuales ha perdido a un hijo. La información se dosifica de forma que progresivamente iremos conociendo las circunstancias y la relación que vincula a una y otra pareja. Pero no hay ningún luto escondido. Es evidente, es dolorosamente palpable en cada plano de la película, en cada frase, en cada pequeño gesto de los intérpretes (¡impresionante Martha Plympton!), hasta tal punto que alcanza a la obra entera. Pero no es una obra sensiblera, un cine fácil. Mass tiene un punto de suspense para hacernos entrar, poco a poco, en la tragedia (que se desarrolla totalmente en un par de giros de guion hacia el final, cuando se explican hechos y sentimientos no mostrados hasta aquel momento). Pero el desarrollo busca también, y consigue, poner de manifiesto la complejidad de la expresión del luto, más allá de la pérdida. De nuevo, todo lo que no se dijo, todo lo que no se hizo. En este caso, también, la obsesiva búsqueda del por qué y la identificación de los culpables en quienes descargar toda la rabia. Una obsesión que suplanta el dolor y llega a ser más perturbadora que la pena. Y, por encima de todo, después de la catarsis, la manifestación, si bien tímida, de la empatía, de la compasión. El dolor tal vez no desaparezca, pero ambas actitudes permitirán afrontarlo... Características que deberían ser propias de todo ser humano pero que, en los profesionales, hay que trabajar para desarrollarlas y utilizarlas, en la medida adecuada, en situaciones de dolor. Esta obra de Kranz no tiene la complejidad artística de la cinta de Hamaguchi, sin duda, pero la construcción del guion y las actuaciones dan pie a muchas reflexiones sobre la pérdida y el luto.
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