Chomel
Los estragos de la pandemia
El artículo de Pifarré y colaboradores(1) sobre la mortalidad prematura atribuible a la COVID-19 ha sido el eje de un debate organizado por Funcas y moderado por el profesor Félix Lobo(2). En dicho encuentro se ha analizado si las drásticas medidas preventivas adoptadas para limitar la expansión del virus SARS-CoV-2 fueron pertinentes y proporcionadas. En otras palabras, si el remedio no había sido peor que la enfermedad, aun reconociendo que en aquel momento era muy difícil impulsar reacciones más moderadas, con el objetivo de saber si en el futuro deberíamos ser más contenidos.
La suposición, lógica y verosímil, de que considerando los antecedentes de la pandemia esta se quedaría en poco más que una gripe se ha ido mostrando incorrecta, aunque quienes –más que advertir– denunciaron que se avecinaba una catástrofe ya en las primeras etapas del proceso lo hicieran basándose en intuiciones, especulaciones y, en cierto modo, deseos o temores o –para ser más preciso– expectativas hipotéticas. También cundió esta idea en los que no creían que se tratara de algo particularmente grave.
Visión salubrista de la pandemia
Pero para valorar la magnitud de la tragedia en sus dimensiones reales no era suficiente con la experiencia personal de las víctimas, sus allegados o los profesionales y trabajadores de los servicios sanitarios, impresionados por una situación excepcional. Porque cuando los problemas sanitarios son predominantemente colectivos es imprescindible una perspectiva poblacional que, se supone, proporciona la salud pública. Como recordaba hace poco Albert Moravia, editor del American Journal of Public Health(3), fue lamentable el poco protagonismo de los salubristas a la hora de identificar y comunicar el significado de indicadores epidemiológicos que se interpretan inadecuadamente, tal como ocurre con la confusión entre el número de nuevos "casos" y el de nuevas infecciones.
Así, la condición de infectado no equivale a la de enfermo, ni siquiera a la de enfermo leve, puesto que como parece que confirman los hechos, muchos de los infectados no presentan sintomatología alguna. Pero el caso es que, en España, durante los meses de abril y mayo de 2020 se multiplicaban las defunciones, particularmente en los grupos de mayor edad y entre aquellas personas que padecían problemas de salud crónicos, dos factores que no son independientes. Unas muertes que, en bastantes casos, culminaban un proceso patológico súbito y tan breve que prácticamente no daba tiempo a reaccionar. Aunque actualmente los denominados casos críticos son una pequeña proporción de los infectados, provocan consternación y desespero.
Emociones que a menudo tiñen de angustia y aflicción la mirada sobre la situación que, además, afecta de un modo particular a las personas internadas en residencias para la tercera edad donde se acogen, o más bien se estacionan, aquellos ancianos que no disponen de mejor alternativa. Una situación que requiere un análisis explícito, en especial respecto a si las intervenciones sanitarias han sido o no adecuadas y si han perjudicado todavía más a las personas internadas y hasta a sus familiares y allegados, algunos de los cuales, justo es reconocerlo, solo entonces recordaron que sus prójimos mayores estaban allí.
Aunque la perspectiva epidemiológica propia de la salud pública no era tampoco muy fácil de aplicar, entre otras razones porque el recurso a la comparación con situaciones más o menos parecidas quedaba muy distorsionado, precisamente debido al alud de datos que la epidemia generaba, datos que no se habían recogido en otras pandemias anteriores.
Pandemias que además han sido relegadas al olvido a pesar de su notorio impacto, como la denominada gripe asiática de 1957-58 o la de Hong Kong, diez años más tarde. Nadie sabe cuántos infectados por los virus gripales, respectivamente A (H2N2) y A (H3N2), se produjeron en aquellas ocasiones y aunque algunos países disponen de datos sobre hospitalizaciones causadas por aquellas epidemias, su distribución y, sobre todo, los equipamientos y el nivel de desarrollo de aquel entonces son muy distintos a los actuales.
Visión histórica de las pandemias
Valdría la pena, sin embargo, comparar el impacto de estas pandemias mediante el análisis de las mortalidades atribuibles respectivas, aunque, como la muerte es inevitable, al menos por ahora, el envejecimiento de la población puede distorsionar tal valoración. De hecho, la estimación del exceso de muertes por todas las causas que proporcionaba el sistema de monitorización de la mortalidad (MoMo), establecido precisamente para que no se nos pasaran por alto epidemias de gripe que la vigilancia epidemiológica específica fuera incapaz de detectar, fue una de las primeras pruebas fehacientes de que nos enfrentábamos a un problema de salud pública importante.
Aunque a los escépticos todavía les quedaba la esperanza de que el exceso de muertes, buena parte de las cuales no podía deberse a otra causa que a la COVID-19, incluyendo la iatrogenia debida a tratamientos a la desesperada, se limitara básicamente a las personas mayores de salud precaria, algo mucho más soportable desde una perspectiva colectiva que la mortalidad por la malaria, por ejemplo, que se lleva por delante mayoritariamente a criaturas de menos de cinco años.(4)
De ahí el acierto del trabajo citado mediante el cual se trata de cuantificar la mortalidad prematura, contando los años de vida potencialmente perdidos en una serie de 81 países gracias a la existencia de una base de datos que recoge, almacena y permite ciertos ajustes de las defunciones certificadas como causadas por la COVID-19 según la edad.
Un análisis que, a pesar de las limitaciones, muchas de ellas reconocidas por los propios autores, sugiere que la gravedad de la pandemia es indudablemente grande. Porque en todos los países analizados las muertes prematuras son considerables. Y también porque se observa un gradiente entre el grado de desarrollo político, social y económico y la mortalidad precoz, de modo que la proporción entre la mortalidad prematura y el grado de desarrollo de los países muestra una fuerte asociación.
Desigualdades de la pandemia
Las desigualdades implican que los países menos preparados para afrontar la epidemia sean los que sufren las peores consecuencias, una inequidad que ya se ha producido en los países más desarrollados, al menos en el nuestro, donde tanto las personas más afectadas por la infección como por los efectos adversos de las medidas protectoras pertenecen a los colectivos socialmente más desfavorecidos.
Dado que los países menos desarrollados disponen de peores sistemas de registro de la mortalidad, no puede despreciarse el sesgo atribuible a un exceso de certificación de defunciones por COVID-19, por ejemplo en aquellos casos en los que no se dispone de pruebas analíticas de confirmación.
Limitaciones que también pueden afectar a las estadísticas de los países más desarrollados –como suponen los autores del trabajo–, aunque están convencidos de que es probable que algunas, bastantes en su opinión, de las muertes provocadas por la COVID-19 escapen al cómputo oficial. Eventualidad que no se puede descartar mientras no se proceda a una validación adecuada de la notificación, como también ocurre en sentido contrario porque morir infectado no es equivalente a morir debido a la COVID-19.(5)
Mediciones para solucionar –y anticiparnos– a los problemas
La verdad es que tardaremos, si es que lo conseguimos, en disponer de una valoración precisa de la magnitud de la tragedia. Magnitud que desde luego importa a la hora de proponer, establecer, recomendar y adoptar medidas de prevención y control, un aspecto que cubre ampliamente el artículo citado.
Pero la cuestión es que, por muy importante que sea un problema, si no se dispone de medidas eficaces para solucionarlo, su magnitud, es decir, la frecuencia y gravedad del mismo, no parece justificación suficiente para una reacción que en absoluto es inocua y que, sobre todo si se prolonga, puede provocar tantos o más perjuicios que los atribuibles a la pandemia, directa o indirectamente.
Directamente porque algunas de las muertes prematuras producidas es muy probable que se deban a otras causas relacionadas con el retardo terapéutico, sin olvidar el eventual impacto en la salud mental de quienes han estado confinados en espacios y hábitats reducidos. Y también indirectamente, en el caso de las relacionadas con la capacidad económica familiar, con la población escolar o con las importantes restricciones en el ejercicio de algunos derechos políticos.
A modo de conclusión, hay que destacar la importancia de disponer de unos dispositivos de salud pública competentes y solventes que nos permitan adoptar las respuestas más sensatas y serenas posibles frente a la eventualidad de nuevas pandemias que, más pronto que tarde, nos amenacen de nuevo. Una salud pública de calidad, por supuesto, siguiendo las recomendaciones de Gro Harlem Brundtland cuando, como directora general de la OMS durante el episodio del SARS, instaba a prepararnos frente a las próximas epidemias reforzando la infraestructura de la salud pública. "...Hacen falta más epidemiólogos (de campo, no de salón) y salubristas. Establecer mejores sistemas de vigilancia y de control, coordinados robustamente en todos los ámbitos...". (6)
Bibliografía
1. Pifarré H. Acosta E, López Casasnovas G, Lo A, Nicodemo C, Riffe T, Myrskyil M. Global years of life lost to COVID-19. Sci Rep. 2021 Feb 18;11(1):3504.doi: 10.1038/s41598-021-83040-3.
2. Economía y políticas de salud: "De la investigación a la acción": Años de vida perdidos por COVID-19. Dificultades de estimación y comparación de la mortalidad JORNADA VIRTUAL 23 de junio de 2021. Accesible en: Economía y políticas de salud: “De la investigación a la acción": Años de vida perdidos por COVID-19. Dificultades de estimación y comparación de la mortalidad - Funcas
3. Morabia A. The Public Health we need. AmJ Public Health 2021; 110: 923-4.
4. OMS World Malaria Report 2020. November 2020.
5. Cirera L, Segura A, Hernández I. Muertes por COVID-19 No están todos los que son ni son todos los que están. Gac Sanit 2020. Disponible online el 28 de agosto de 2020 DOI: 10.1016/j.gaceta.2020.06 .00.
6. Brundtland G H. Comunicado de prensa. OMS. 5 de julio de 2003.
¡Gracias Andreu! ¿No será que en el sistema sanitario interesa más el negocio que hacer las cosas bien?
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