La llegada de la efectividad
A pesar de los avances científicos de finales del siglo diecinueve, a principios del veinte la práctica clínica seguía estancada por creencias ancestrales. Los hospicios eran lugares lúgubres donde los pobres iban a morir, mientras que los sanatorios internaban montones de jóvenes tuberculosos sin contar con ningún plan terapéutico efectivo. Cuando en 1928 Alexander Fleming observó que los hongos que habían invadido una parte de su laboratorio, impedían el normal crecimiento de los estafilococos, su descubrimiento despertó escaso interés en la comunidad científica, y tuvieron que pasar doce años hasta que un grupo de químicos, espoleados por la lucha contra las infecciones de las heridas de guerra, purificó el bactericida fúngico y logró que la penicilina saliera al mercado. Por otro lado, en medio de la pandemia de poliomielitis de los años cuarenta, un grupo de ingenieros estadounidenses diseñó el pulmón de acero para ayudar a respirar a los niños afectados por la polio que sufrían apnea. Aquel ingenio evolucionó rápidamente hacia los respiradores de presión positiva, por lo que, una vez terminadas las terribles guerras de la primera mitad del siglo, la medicina contaba con antibióticos, los anestesistas con aparatos de ventilación mecánica y, con estas innovaciones, los cirujanos desplegaron nuevas técnicas quirúrgicas impensadas poco antes. Con todo ello, los hospicios se convirtieron en hospitales, los sanatorios cerraron y la gente se dio cuenta de que la medicina solucionaba problemas.
La llegada de la evidencia
El 4 de noviembre de 1992, un grupo de epidemiólogos canadienses, encabezados por Gordon Guyatt, publicó un artículo seminal, en el que venían a decir que los epidemiólogos estaban hartos de analizar las variaciones de la práctica clínica y solo contárselas entre ellos. Con el empuje de la medicina basada en la evidencia, nacieron las guías de práctica clínica, unos documentos que recomiendan cuáles son las buenas prácticas y cuáles no. Cabe decir que la cultura médica había necesitado casi medio siglo, contando a partir de la producción masiva de la penicilina en 1945, además del empujoncito de los epidemiólogos, para incorporar la idea de la efectividad en sus protocolos de actuación. Mientras tanto los hospitales, que habían crecido mucho, se enredaron en la elaboración de organigramas, en la homologación de procesos y en el combate contra las ineficiencias internas y, de hecho, todavía siguen ahí.
El valor de la mirada de los pacientes
En noviembre de 1999, los Institutos de Medicina norteamericanos publicaron el informe “To err is human,” un documento que ofreció una visión de la calidad asistencial desde la perspectiva del paciente, lo cual generó nuevos instrumentos para mejorar la seguridad de la práctica clínica. Siete años más tarde, Michael Porter y Elizabeth Teisberg fueron más allá y definieron el valor como la calidad percibida por las personas en relación con los costes de los procesos asistenciales. Con todo ello, pues, llegó el momento de incorporar las decisiones compartidas a las guías de práctica clínica, algo inviable si no se consigue que la cultura médica, sin abandonar la certeza científica, baje del pedestal y asuma tres principios muy valiosos: escuchar, comprender y compartir. Por otro lado también será necesario que los hospitales se sacudan los excesos de rigideces y burocracias, levanten la mirada y aprendan a crear unidades clínicas multidisciplinares y participativas, lo que les permitirá remodelar sus servicios contando con la experiencia de sus pacientes.
La provisión de servicios sanitarios ha acabado ocupando una posición primordial en la sociedad, algo impensable hace sólo cien años, por lo que pacientes, clínicos y directivos deberían saber plantear nuevos escenarios más valiosos, es decir, centrados en la efectividad y adaptados a la forma de ser de las personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario