Andreu Segura
Chomel
Andreu Segura y Amando Martín (coautores). Este artículo ha sido publicado previamente en el blog medicosypacientes.com de la OMC.
Últimamente menudean los ataques a los médicos y, en general, al personal sanitario, lo que, como es lógico, genera consternación no solo entre los profesionales sino también en buena parte de la ciudadanía puesto que, incluso cuando se trata de una reacción a situaciones exasperantes, merece reprobación porque a menudo pagan justos por pecadores y además acostumbra a ser contraproducente.
Las causas de las conductas violentas de pacientes, usuarios y ciudadanos son múltiples. Aunque en último extremo sean atribuibles a la responsabilidad de los individuos que las ejecutan –por lo que las características personales de los agresores resultan decisivas–, muchas de ellas tienen que ver con factores culturales y sociales relativos a la banalización de la convivencia, a la impaciencia e incluso al poco respeto que una parte de la gente tiene en general al prójimo, la poca educación que diría mi abuela. Sin olvidar la ansiedad y la irritación que padece buena parte de la ciudadanía como consecuencia de la influencia de unos modos y unas condiciones de vida más bien hostiles.
En cualquier caso, las circunstancias en las que se producen los encuentros entre pacientes, ciudadanos y profesionales sanitarios, condicionadas en muchos casos por las características de las organizaciones que proporcionan los servicios asistenciales como emplazamiento, accesibilidad, funcionalidad, confortabilidad, etc., también tienen su importancia. Sin despreciar la puntualidad, el trato respetuoso y comprensivo de quienes atienden a los usuarios, etc., ni tampoco las condiciones de trabajo de estas personas y del conjunto de profesionales, facultativos o no. Y, desde luego, la actitud de los médicos y enfermeras. Circunstancias que pueden exasperar los ánimos de unos y otros.
Aunque todas las agresiones resulten legalmente inadmisibles y moralmente reprobables, no todas son equiparables, por lo que no estaría mal analizarlas con suficiente rigor y precisión para reconocer, si fuera el caso, las circunstancias particulares que permitieran clasificarlas, por ejemplo, según los motivos que las desencadenan. Una información con la que contrastar la hipótesis explicativa según la cual una causa relevante del problema sea la desconfianza mutua. Una desconfianza que tiene muchas facetas pero que ha sido tradicionalmente un elemento decisivo en la relación médico-paciente. Bueno, la confianza mejor. Porque la asimetría de esta vinculación es tan crítica que requiere la presunción, al menos, de que el mayor conocimiento y experiencia del profesional no serán aprovechados en detrimento de los intereses del paciente.
Una asimetría que en la actualidad no es exclusiva de la medicina y que también ocurre cuando se nos avería el coche o algún desagüe doméstico, aunque ello no nos merece tanta atención, tal vez porque valoramos mucho más nuestra salud que la del vehículo o la de las tuberías. No obstante, la sociedad ha ido estableciendo algunos canales para protegernos de los eventuales abusos o negligencias en estos casos: organizaciones de consumidores, organismos de las administraciones públicas, etc.
Iniciativas que tienen mucha más tradición en el ámbito sanitario y, más específicamente, en el de la medicina, como ilustra el célebre juramento hipocrático que no era ni más –ni menos– que un compromiso explícito y público de quienes, reconociéndose más competentes que sus pacientes –clientes o ciudadanos– y, por ello, con capacidad operativa para imponer sus preferencias y defender sus intereses por encima de las de quienes recibían su asistencia, se obligaban voluntaria pero firmemente a respetar una serie de normas como garantía de honestidad profesional.
Muchos siglos más tarde, los protomedicatos primero y los colegios profesionales después han sido las entidades responsables de garantizar este respeto corporativamente a la sociedad en su conjunto, por lo que se trata de instituciones de derecho público cuya naturaleza y cuyo funcionamiento debería poder distinguirse fácilmente de gremios, sindicatos o asociaciones profesionales dedicados en primera instancia al desarrollo de sus asociados.
De ahí que además de denunciar, lamentar y tratar de proteger a los asociados, sean colegiados o no, las corporaciones públicas como los colegios profesionales tienen la responsabilidad de garantizar a la población que el ejercicio profesional respete las normas establecidas en sus códigos deontológicos. Una responsabilidad que probablemente requiere analizar con cierta profundidad –para poder asumirla efectivamente– la casuística de las agresiones de modo que puedan apreciarse las circunstancias modificables que faciliten su prevención.
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